Al final, las previsiones de las novelas de ciencia-ficción de los años cincuenta y sesenta no se han cumplido, y hoy por hoy la presencia de una comunidad permanente de personas en la Luna es una quimera. Sobre todo, por razones de rentabilidad, pero también porque buena parte de la información útil que puede obtenerse en nuestro satélite puede conseguirse sin la presencia in situ de terrícolas.
Pero eso no estaba tan claro el 21 de julio de 1969, cuando por primera vez un ser humano puso un pie en ella: "Un pequeño paso para un hombre, pero un gran paso para la Humanidad", dijo entonces Neil Armstrong ante cientos de millones de televidentes atentos al acontecimiento.
Así que entonces se planteó una cuestión que hoy es una simple curiosidad, pero que tendría sentido si en el futuro hubiese bases estables de la NASA u otra agencias espaciales en la Luna. Y que guarda parangón con el momento del Descubrimiento de América y la creación de nuevas diócesis en las inexploradas Indias.
Pues bien, el obispo de la Luna es (fue) William Borders (1913-2010), que fue el primer titular de la diócesis de Orlando (Florida), creada el 2 de mayo de 1968. La gobernó hasta 1974, en que fue trasladado a la diócesis de Baltimore. Para entonces ya estaba claro que lo de circular por territorio selenita tenía una relación coste-beneficio inasumible, más allá de sus carga simbólica.
Fue el mismo Borders quien lanzó ante Pablo VI, durante una visita ad limina, la idea: "¿Sabe, Santidad?", le dijo: "Yo soy el obispo de la Luna". Y lo justificaba con el Derecho Canónico en la mano: mientras no se crease allí una diócesis propia -algo que, por supuesto, sólo correspondía al Papa-, la jurisdicción sobre los territorios explorados le correspondía al titular de la diócesis de partida. Y Cabo Cañaveral, de donde salió el Apolo 11, formaba parte de la suya.
No había católicos que regir, pero ¿por qué quitarle esa satisfacción?