La historia es real. En el año 2003, Bethany, una joven hawaiana de trece años, estaba descansando en el mar sobre su tabla de surf cuando un tiburón tigrede cinco metros le arrancó de cuajo su brazo izquierdo, a la altura del hombro.
Apenas pudo sobrevivir y el trabajo de los médicos fue ímprobo para sacarla adelante, pero ella siempre ha confesado que fue la fe en Jesucristo la que le hizo aguantar el tipo los primeros momentos para hacer posible que salvara la vida y, sobre todo, para superar el trauma hasta el extremo de volver a surfear sólo un mes después de la tragedia.
Posteriormente se dedicó a predicar a Jesús en el mundo que tan bien conocía, de los aficionados a la tabla y a las olas. Y, por supuesto, siguió surfeando. Los premios infantiles que le habían llovido antes del incidente, le siguieron lloviendo después gracias a su constancia. En 2005 logró un campeonato nacional, y en 2008 quedó tercera en un campeonato mundial frente a las mejores rivales del mundo.
Los valores de la película, dicen quienes la han visto -incluidos algunos críticos de referencia católicos- no consisten sólo en el espíritu de lucha inspirado por la fe cristiana que anima a Bethany (que ha escrito libros cometando la Biblia), sino en que la vida de los Hamilton refleja una realidad familiar normal, cordial, de unidad y ayuda mutua en las dificultades.