Casi 2.000 millones de cristianos en este año 2019 meditan sobre la Pasión de Cristo, o se emocionan con sus sufrimientos al ser apresado, insultado, torturado y ejecutado en la Cruz.

Los Evangelios dan muchos detalles. Al principio de su Evangelio, Lucas asegura que él recoge "los acontecimientos que se cumplieron entre nosotros, tal como nos fueron transmitidos por aquellos que han sido desde el comienzo testigos oculares".

El médico y diplomado en Ciencias Religiosas Antonio Macaya reflexiona sobre la fuerza del recuerdo de esos "testigos oculares". ¿Cómo funcionó su memoria? ¿Qué recordaban y qué podían haber olvidado? ¿Cómo funciona la mente de alguien que podía haber sido testigo del camino de Jesús cargando la Cruz hacia el Gólgota o de la misma crucifixión?

Escribe algo sobre eso en su libro Un latido en la tumba, recientemente publicado por LibrosLibres. Lo recogemos a continuación.

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Los testimonios oculares y la memoria

El uso de testimonios oculares o de primera mano se mantuvo tras la primera generación de cristianos. Papías e Ireneo, pero también Policarpo y Cuadrato, entre otros, citan el uso de testigos oculares o bien el testimonio que algunos habían recogido de testigos oculares.

Aquí empieza otro problema. Uno de los puntos más discutidos hoy en día es la posibilidad de que se distorsionen los recuerdos al transmitir las historias.

Según algunos autores, en tiempos de Jesús entre el 95 y el 97% de la población era analfabeta. La gente se explicaba las cosas verbalmente... y memorizaba contenidos equivalentes a libros enteros.

Sin embargo, no existía tanto una «tradición oral» (recuerdos transmitidos al menos una generación), como una «historia oral» (recuerdos de lo que testigos vivos habían visto y oído).

«No escribí en papeles sino en mi corazón», dice Ireneo (130-202 d.C., aprox.) sobre lo que Policarpo (70 a 155 d.C., aprox.)  le había enseñado sobre Jesús y sus discípulos, quizás pensando en las palabras de Dios al profeta «escucha estas palabras y escribe en la memoria de tu corazón todo lo que aprenderás» (2 Baruc 50, 1).

Por lo tanto, parece que se seleccionaban testimonios oculares y al menos al principio predominaba la transmisión oral. ¿Había algún control? Parece que sí.

Podemos hacer una pequeña aportación aquí desde la neuropsicología.

No es lo mismo conservar el recuerdo de una tarde aburrida en casa que conservar el recuerdo de un intento de tortura y asesinato.

La amígdala es una estructura ubicada en lo más profundo del encéfalo, que se asocia al almacenamiento de eventos con fuerte carga emocional. Recordamos mejor los acontecimientos con carga emocional. Se observa una sincronización eléctrica entre el hipocampo y amígdala al recordar, por ejemplo, episodios en que uno ha pasado miedo. Si estas partes del cerebro están dañadas, se puede presentar el llamado Síndrome de Klüver-Bucy, en que se padece amnesia relacionada con una lesión que afecta a la amígdala.

¿Es posible olvidar a tus amigos y familiares quemándose como antorchas humanas por orden de Nerón? ¿Puede que centenares de testimonios posteriores se inventasen tal cosa como resultado de un recuerdo distorsionado?

Un Jesús cautivo y una Virgen dolorosa: 
quizá los recuerdos intensísimos de María
fueron una de las fuentes de los Evangelios

Debe ser imposible olvidarse de la crucifixión de un hijo. La Virgen María, la madre de Jesús, no debió olvidar ni un detalle. El modo en que el cerebro procesa esa información es muy distinto al modo ordinario. La carga emocional es fortísima. El amor por el hijo, el horror que se debe sentir al ver el cuerpo torturado, la cara desencajada, las manos agarrotadas, la sangre manando... No se debe poder olvidar ni un solo detalle.

Y aunque no fuera así, el modo en que se almacena la información y posteriormente se comunica es diferente a casos en que no hay dolor psíquico, ansiedad, miedo... La primera generación de cristianos tuvo mucho miedo. Y eso hizo que recordaran mejor lo que pasó el domingo de Pascua.

Aquí también Bart Ehrmann, famoso por impugnar la historicidad de la resurrección, nos ofrece una ayuda inestimable. Cita algunos estudios de neuropsicología de la memoria, como uno de Neisser y Harsch. Después del accidente del transbordador espacial Challenger se entrevistó a 106 estudiantes de Psicología. Un año después, el 75% ni siquiera recordaban haber completado una encuesta. Ehrmann toma este dato para apoyar su hipótesis de que el recuerdo de lo que sucedió con Jesús se fue modificando.

Sin embargo, con la resurrección sucede todo lo contrario. La cuestión no es que los encuestados por Neisser y Harsch se olvidaran de algo. La cuestión es que un montón de cristianos recuerdan lo mismo. De modo que, si la memoria es tan frágil como gusta de destacar Ehrman, si al cabo de unos años explican la misma historia, las posibilidades de que sean un invento son nulas.

Los experimentos de este tipo nos permiten pensar que los cristianos se olvidaron de varias cosas. Por ejemplo, las que daban menos miedo.

Pero si todos coinciden en que vieron a Jesús, es porque le habían visto. Si hubiera sido una creación de sus mentes, no hubieran coincidido en la historia narrada. Tendríamos versiones muy distintas sobre el día de la semana en que ocurrió, sobre el orden de las apariciones y sobre muchas otras cosas.

¿Qué hicieron los hijos de los primeros testigos?

Si estudiamos a los hijos de los testigos de la resurrección nos pasa lo mismo que nos pasa con las fechas de las cartas, con el credo que se enseñan y con los nombres de los testigos oculares: vemos que se hablaba de la resurrección desde el principio.

Entre la familia carnal de Jesús destaca Simeón. Su padre era Cleofás, que posiblemente era el hermano de San José. Simeón pudo ser, por lo tanto, primo de Jesús de Nazaret.

Simeón fue, sin duda, la figura más importante del cristianismo entre los judíos durante 40 años. Sucedió a Santiago el menor y así fue el segundo obispo de Jerusalén. Murió martirizado mientras gobernaba Ático, siendo Trajano el emperador. Recordemos que el padre de Simeón, Cleofás, vio a Jesús resucitado en el camino de Emaús (Lc 24, 18). La madre de Simeón, «María de Cleofás», presenció la crucifixión (Jn 19, 25).

Simeón, que seguramente también fue testigo de la crucifixión, nos traslada a los años 50... Cuando le llegó la ocasión de morir, tenía ante sí dos posibilidades: renunciar a toda una historia que era mentira y seguir vivo, o morir por seguir pensando que lo que su padre Cleofás y su madre María le habían dicho era verdad: «Jesús estaba vivo, hijo mío». Simeón sabía que su mamá había estado al lado de la cruz, viendo en directo cómo Jesús moría. Simeón sabía que papá le vio vivo camino de Emaús, e incluso se pusieron a cenar juntos. «¡Qué bonito, mamá! ¡Qué bonito, papá!», debió decir cuando se lo explicaban.

«¿Qué hago?», debió pensar luego, cuando le iban a matar. «O vivir porque todo ha sido una mera historia romántica, o morir porque la persona a la que vio morir mamá y después vio vivo papá es Dios». Simeón escogió morir... Quizás pensó también en la Virgen María, su tía.

Esto es importante. Cuando sucedían estas cosas, no podía haber otras personas «fabricando los Evangelios», decidiendo cuántos ángeles había en el sepulcro de Jesús, o cambiando de versión sobre las parábolas o los milagros. Yo, al menos, no me dejaría cortar el cuello con una espada por algo así.

Otro familiar directo de Jesús se llamaba Judas. Sus nietos fueron perseguidos por ser cristianos. Murieron bajo Domiciano (año 90 dC aproximadamente). En este caso era el abuelito Judas la fuente de información. El abuelito les había explicado a sus nietos que Jesús había resucitado, y había que creer en eso para tener la vida eterna. Si no lo hacían, si negaban la verdad que los abuelitos le explicaban, no podía acceder al Cielo, lugar de la Luz y la Verdad.

Esta es la fantástica cuestión de la segunda generación que conoció a la primera: tuvieron que decidir por lo que otros les decían que habían visto.

Por ejemplo, Policarpo e Ignacio de Antioquía (y quizás Ireneo de Lyon) conocieron personalmente al apóstol Juan. Éste les explicó una historia que, como hemos dicho, era innecesaria, inimaginable, a veces mortal y siempre perjudicial. Puede ser que, en las primeras centésimas de segundo, lo primero que pensó Policarpo no fue que Jesús estaba vivo. Quizás, lo primero que pensó fue que Juan no podía inventar tal cosa.

Policarpo fue quemado vivo en el año 160 dC, a los 86 años, por negarse a renunciar a la fe en la resurrección. Es un dato de gran valor, porque elige morir por algo que ha recibido directamente de los testigos oculares.

Del mismo modo, Clemente de Roma conoció a Pedro. Papías a Felipe (uno de los 7 primeros diáconos), Ireneo a Policarpo, Tito y Timoteo conocieron a Pablo... El obispo Cuadrado de Atenas utiliza este conocimiento de testigos vivos al dirigirse por carta al emperador.

Toda esta gente necesariamente pensaba: «al fin y al cabo, si los que me explicaron la vida, muerte y resurrección de Jesús han sufrido tanto y han renunciado a tantas cosas, es porque realmente habían visto a Jesús resucitado. Es porque realmente se sintieron muy amados por Él antes de que Él muriera, y después. Es porque necesitaban comunicar que sólo por Él se consigue la salvación. Por todo eso, me explicaron quién era Jesús. Y yo, por la fe, sé que es todo verdad».

Del mismo modo, se dispone de las listas de primeros obispos de muchísimas iglesias nacientes. Realmente, un fraude que engañe a tanta gente es ridículo. Pensar que todos se han dejado engañar por la primera generación es absurdo.

El que no haya transcurrido una generación sin contacto con los hechos no nos deja fabricar un buen fraude. Si hubiera transcurrido más tiempo, los cristianos se hubieran inventado historias creíbles como las que exige Celso: «si este Jesús estuviera intentando convencer a alguien de sus poderes, habría debido aparecerse primero a los judíos que tan mal lo trataron... O mejor, podría haberse ahorrado la molestia de ser sepultado y simplemente haber desaparecido de la cruz. ¿Dónde se ha visto un planificador tan incompetente? Cuando estaba en el cuerpo, no le creían, pero predicaba en todo el mundo. Tras su resurrección, decide mostrarse únicamente a una mujer y a unos pocos compañeros. Cuando fue castigado, todo el mundo le vio; pero resucitado de la tumba, casi nadie».

Celso tiene toda la razón: parece que hubiera sido más convincente desaparecer de la cruz y hablar sosegadamente con las autoridades judías y romanas. Incluso hubiera sido más convincente hablar con el emperador rodeado de todos los profetas, de Adán y Eva, y con la serpiente asintiendo a todo. Celso tiene un problema. Tiene que explicar, tiene que demostrar por qué la gente que se juega la vida no explica las cosas que a él le parecen tan lógicas.

Tiene que darse cuenta de que toda la gente le cuenta la historia como la vivió, como fue.