La cercanía de los Alpes y sus paradisiacas montañas verdes convirtió la curiosidad botánica de un modesto cura del Trentino (Italia) en una fuente inagotable de aportaciones a la micología o ciencia de los hongos.
Giacomo Bresadola (18471929) se había interesado en las setas y sus miles de variedades desde muy pequeño, y tras sus años de seminario convirtió el despacho de sus primeros destinos parroquiales en auténticos museos de especies poco o nada conocidas por los especialistas del mundo entero.
Enseguida contactó con ellos, hasta cartearse, con el paso de las cinco décadas que dedicó a la micología, con hasta cuatrocientos expertos de Estados Unidos y Europa. La correspondencia que intercambiaron se guarda como un tesoro de la historia de la ciencia en la Universidad de Washington.
Y la Universidad Católica del Sacro Cuore en Piacenza conserva sus obras, entre ellas la monumental Iconographya mycologica en 25 volúmenes, que incluye 1250 láminas a color con dibujos suyos sobre los hipos de hongos estudiados. De ellos, al menos 1107 son especies que él catalogó por primera vez. Como homenaje a Don Giacomo, a partir del 28 de septiembre la Facultad de Ingeniería Agrícola de dicho centro académico expondrá buena parte del material, lo que ha relanzado el interés por la figura de Bresadola.
Su fama científica empezó a crecer en el periodo 18781883, cuando Francesco Ambrosi, director del Museo de Historia Natural de Trento, le animó a emplearse en el estudio de las fanerógamas, y luego de musgos y líquenes. Pero luego su formación botánica le condujo por otros vericuetos. Ambrosi le puso en contacto con los grandes biólogos italianos de su tiempo, como Gustavo Venturi y Carlo Vittadini, y el buen párroco de pueblos como Baselga di Pinè o Roncegno, que convertía sus huertos en auténticos laboratorios, empezó a publicar en revistas científicas sobre su pasión: los hongos.
No era el único eclesiástico interesado en la micología. De hecho, compartía devoción con un fraile capuchino del convento de Malè, el padre Giovanella da Cembra, a quien Don Giacomo consagró una de sus especies descubiertas más queridas bautizándola con su nombre: la Omphalia Giovanellae.
En 1884 Bresadola abandonó las parroquias de montaña para instalarse definitivamente como vicario en la ciudad de Trento y en 1887 como canónigo de su catedral. Pero no abandonó sus frecuentes excursiones a la búsqueda y clasificación de nuevas especies. Su estilo de trabajo era el característico de toda una escuela de botánicos de máximo rigor en la descripción externa y microscópica de las piezas.
Tanto, que los museos de ciudades tan distantes como Londres, París, Uppsala, Lieja, Washington o Kiev acudían a él para analizar sus propias colecciones y catalogarlas mejor. Además del doctorado honoris causa por la Universidad de Padua, fue miembro de la Sociedad Micológica Británica y de diversas academias europeas, entre ellas de la precursora de la Academia Pontifica de las Ciencias.
Como suele ocurrir a muchos eruditos, Bresadola vivía con bastantes penurias económicas, que le forzaron a vender al Museo de Estocolmo un herbolario con más de 30.000 especies. Se había jubilado en 1910 quedándole una modesta pensión, a la que se añadía para subsistir la ayuda de algunos amigos y familiares.
Cuando murió tenía 82 años y vivía en una habitación de una pensión modesta. Su genio, conocido mundialmente en el ámbito de su selecta especialidad, apenas había obtenido reconocimiento público hasta no muchos años antes. Hoy es uno de los nombres científicos más recordados del Trentino, y mediante iniciativas como esta exposición, la Sociedad Micológica Bresadola aspira a que la callada labor científica del sacerdote rompa el muro de su especialidad.