Esta semana el programa de cine y debate de los domingos por la tarde en Intereconomía TV, Lágrimas en la lluvia, abordó una cuestión siempre candente: los límites de la ciencia. Para ilustrarla, un remake de un clásico que ha acabado siendo ella misma un clásico: La isla del Dr. Moreau, dirigida por Don Taylor en 1977 e interpretada por Burt Lancaster.
En su introducción, Juan Manuel de Prada distinguió entre la idolatría de la ciencia, y la ciencia en sí misma. Ésta "no supone ningún obstáculo a la fe, puesto que ningún logro o avance científico podrán jamás negar la existencia de Dios; por el contrario, el creyente verá siempre en la ciencia una posibilidad de avanzar en el conocimiento del universo, de las realidades empíricas, en definitiva de la Creación; y este mejor conocimiento de la Creación lo hará más consciente y agradecido de la existencia de un Dios Creador que ha querido manifestarse a través de sus obras".
En este sentido, María Cárcaba citó una concluyente frase de Francis Collins, director del proyecto Genoma Humano: "Como científico, uno de las experiencias más gozosas es aprender algo que ningún ser humano ha entendido antes. Tener la oportunidad de ver la gloria de la creación, su complejidad, su belleza, es realmente una experiencia única. Los científicos que no tienen una fe personal en Dios también indudablemente experimentan el gozo del descubrimiento, pero tener la alegría de descubrir algo, uniéndolo a la alegría de dar culto a Dios, es verdaderamente un momento grandioso para un cristiano que es también un científico".
En el lado opuesto está, señaló Prada, "la idolatría de la ciencia, que niega la existencia de un Logos, de una Razón Creadora; y en un mundo carente de razón, sometido por lo tanto al caos, es más fácil defender la actuación de una ciencia liberada de todo tipo de trabas éticas o morales, una ciencia que ya no se conforma con escudriñar las leyes más íntimas de la naturaleza, sino que aspira a hurgar en ellas a capricho, aspira a alterarlas, a contrariarlas, a invertirlas, a abolirlas en fin, con la coartada de propiciar un mayor progreso humano. Pero ese mesianismo científico que se nos ofrece como una suerte de panacea universal se revela, a la postre, una trampa saducea: las coartadas para propiciar un mayor desarrollo humano acaban convertidas en instrumentos de una mayor destrucción humana".
La tertulia posterior aportó un buen número de argumentos en ambas líneas: la compatibilidad entre ciencia y fe, y la necesidad de la ciencia de someterse a unas limitaciones morales.
Eran cuatro científicos hablando de ciencia: Manuel Carreira, doctor en Física y jesuita; Emilio Chuvieco, doctor en Geología y catedrático de Geografía en la Universidad de Alcalá; Benito Fraile, doctor en Biología, profesor universitario y experto en Biología Celular; y Nicolás Jouve, biólogo y catedrático de Genética.
El padre Carreira destacó que la ciencia estudia exclusivamente la materia y las cuatro interacciones (gravitatoria, electromagnética, nuclear fuerte y nuclear débil) que se dan en ella, y lo que no pueda explicarse con ellas no puede afirmarse con ínfulas de "científico". En el caso de la existencia de Dios, explicó que el mundo no puede surgir de la nada, porque "la nada no puede dar nada de sí porque no tiene entidad alguna, y por tanto en ella no pueden actuar esas cuatro fuerzas". También lamentó que de los tres principios de la lógica racional (identidad, no contradicción y razón suficiente) se olvide con frecuencia el último, y se hable del azar como "explicación", cuando "el azar es una forma de decir que estamos intentando relacionar cosas que no tienen entre sí una relación causal".
Chuvieco criticó que haya científicos "que se atribuyan su sabiduría como científicos para hablar de cosas que no son científicas", intentando dar carácter de ciencia a conclusiones que responden a prejuicios ideológicos. Que toda la realidad deba responder a una verificación empírica es una afirmación ideológica, no científica. En cuanto a los límites éticos a la investigación, destacó la contradicción de que se acepten éstos sin problema en ámbitos como los transgénicos o las cuestiones ambientales, y se rechacen en el ámbito de la manipulación de la vida embrionaria.
Jouve dijo que la ciencia sólo puede dar respuestas sobre las cuestiones que afectan a la materia, y que "no todo conocimiento es abordable mediante el método científico". Defendió una concepción de la ciencia que conecte cada conocimiento particular con conocimientos más generales, de forma que no se planteen incompatibilidades (como la aludida de ciencia y fe) que no existen en la realidad. Como límites de la ciencia señaló el respeto a la verdad y el respeto a la dignidad del ser humano. Ni uno ni otro se dan, apuntó, en la experimentación con células madre embrionarias, "una vía muerta" sobre la que se insiste por razones ideológicas en detrimento de la investigación con células madre adultas.
Fraile señaló que "la ciencia tiene que estudiar las cosas tal como son, no tal como las vemos", y por tanto no todas las cosas que aparentemente vemos son ciencia. Denunció la existencia de prejuicios ideológicos de corte cientificista que van calando y terminan influyendo en la objetividad e interpretación del conocimiento científico. Y alertó, en su ámbito de conocimiento, experimentos inaceptables, insistiendo en las células madre embrionarias y en los intentos de hibridación animal/humano.
En conclusión, el programa permitió una perfecta delimitación del ámbito del conocimiento científico, y dejó claro que en ese ámbito no hay ninguna conclusión que pueda servir de oposición a la fe. No todo lo que los científicos afirman es científico, y se dejan llevar por prejuicios ideológicos como cualquier otra persona.