El ser humano es incapaz de cambiar nada a nivel planetario, y mucho menos a nivel galáctico y cósmico. (Aunque lo peor es que, sin la Gracia, es absolutamente incapaz de cambiarse a sí mismo).
Los mismos ateos militantes, mercaderes satánicos y científicos sobornados por la plutocracia capitalista que nos venden que la Tierra es apenas una mota de polvo en la inmensidad azarosa del universo, y nos animan a considerar al hombre como algo poco menos valioso que un germen fecal, esos mismos graciosos pretenden que el germen humano tenga poder para trastornar la vida de nuestro precioso planeta, con tanta eficacia como podría hacerlo un terremoto, un volcán o un meteorito.
Para los cristianos, que sí podríamos reivindicar nuestra humana condición de nada en relación a Dios –“Yo soy el ser; tú eres la nada”, Le dijo a Santa Catalina de Siena-, resulta especialmente cómico que los sesudos científicos que reconocen que el 90% del universo es “materia oscura” -es decir: no tienen ni idea de qué es-, nos instruyan sobre cómo conservar el 10% restante en la mota de polvo terráquea. Para ellos, oh incoherencia, somos a la vez amebas insignificantes y dioses. Todo es mentira, naturalmente; mentira en su versión más hipócrita: la propaganda, la cual, como las pistolas, es buena si sirve al Bien Supremo que es Dios, y mala si lo hace al mal supremo que es satán o lucifer.
En 1815 el volcán monte Tambora, en las islas Sumbawa, en Indonesia, tuvo una erupción de magnitud 7 en el Índice de Explosividad Volcánica (VEI). El más alto jamás alcanzado en el registro histórico. Se calcula que sólo la última erupción arrojó a la atmósfera entre 37 y 45 kilómetros cúbicos de roca dura. La acumulación de material en la atmósfera, consecuencia de la intensa actividad volcánica acumulada en los últimos años, dieron lugar a todo tipo de aberraciones climáticas y a un desastre agrícola que genéricamente sería conocido como «el año que no hubo verano».