Santa Juana de Lestonnac vino al mundo, en 1556, en la ciudad francesa de Burdeos, y murió en 1607. Era sobrina del famoso Miguel de Montaigne, autor de Los Ensayos. Nació en el siglo en que Francia vivía un agudo conflicto político y religioso: el avance de la reforma protestante que impulsaban los calvinistas. De hecho, este conflicto lo vivió en su propia casa, ya que su madre era calvinista, mientras que su padre era católico. A los 16 años se casó y tuvo siete hijos; a los 41 años enviudó; a los 46 ingresó en las fuldenses del Císter, pero no pudo soportar los rigores de dicha vida monacal.
Cuando hoy las autoridades de nuestra comunidad autónoma de Castilla-La Mancha han enviado a casa a nuestras alumnas por el coronavirus he recordado este doble episodio vivido por la santa fundadora.
En 1605, según se narra la historia, Burdeos era presa de una terrible peste que diezmaba la población. Juana visitaba a los enfermos y los atendía como madre solicita. Varias señoras le prestaron eficaz ayuda en su labor de enfermera. Aquel primer ramillete de almas abnegadas formaría la futura Orden, primera que se dedicaría a la educación de la juventud femenina.
El segundo episodio puede corresponder a una nueva peste que se dio entre 1629 y 1631.
En el libro Beata Madre Juana de Lestonnac, fundadora de la Orden de Religiosas Hijas de Nuestra Señora (Enseñanza), biografía escrita por una religiosa de la misma Orden del convento de Barcelona, con motivo de la beatificación de la fundadora de la Compañía de María en 1900, leemos en el capítulo XXXIII:
«Mencionaremos, de paso, algún caso extraordinario de los ocurridos durante la vida preciosa de nuestra santa Fundadora, Juana de Lestonnac.
En los primeros años de la Orden se declaró en Burdeos una terrible peste que asolaba a la ciudad, y varias de las religiosas fueron atacadas de la enfermedad, y se temía mucho por las restantes. Con todo la M. de Lestonnac poseía unos frasquitos, que contenían cierto específico contra el mal, del que usaba con excelentes resultados.
Sabido de los de fuera, acudían muchas personas al convento de Nuestra Señora, en demanda de aquel remedio, y la caritativa Madre, sin atender a la necesidad de la Casa, dio gran parte de los frasquitos que tenía.
Considerada esta acción desde el punto de vista del propio interés, quizá se pudiera tachar de imprudente y temeraria; pero la Madre hizo todavía más, pues que, yendo otras personas a pedir el mismo remedio, ordenó que se les entregase todo cuanto de él hubiese en Casa.
Alguna repugnancia mostró la religiosa que debía cumplir la orden dada, de lo que, advertida la santa Superiora, reprendió suavemente su falta de confianza, y le dijo: «Debemos contar más en la bondad y providencia de Dios que en nuestras previsiones y cuidados, y según fuere la caridad y misericordia que ejercitáremos con el prójimo, será la que el Padre celestial usará con nosotros».
Pero después de esta humilde reconvención llaman a la portería, y de parte de la Sra. de Lestonnac, cuñada de la santa Madre, entregan doce frasquitos de aquel precioso remedio. Esta coincidencia confundió a los que habían condenado la generosidad de la M. de Lestonnac, y les enseñó en adelante a abandonarse enteramente al cuidado de la divina Providencia».
Y en nuestros días santa Teresa de Calcuta y sus misioneras atendieron a aquellos enfermos, de aquella otra gran pandemia que fue el SIDA. Fueron ellas, las primeras y casi las únicas en salir al frente para atenderlos con su caridad. En 1986 la Madre Teresa de Calcuta abrió en una de las calles más peligrosas de Manhattan un refugio para enfermos de SIDA. Aquello fue revelador y parecía que el mundo estaba al revés: que los países pobres de Oriente venían a socorrer a Occidente.