Por cuestiones personales y que no vienen al caso, he dejado mi patria chica.
"Adios, Cataluña", como dijo Boadella.
Uno tal vez lo expresaría en forma de deseo: "A Dios, Cataluña", porque solo Él puede unir lo que los hombres han desunido.
Salir de la tierra que te ha visto nacer o dejar la casa de tus padres es algo muy bíblico, y esto produce mucho consuelo.
El desconsuelo también se lo lleva uno en la mochila, porque lo que pasa en Cataluña es tan humano que no se despega del alma; y produce un sonrojo involuntario, ese rubor antiguo, quizá de la adolescencia, o esa ira idealista y juvenil que tiñe las mejillas.
Porque el problema humano de Cataluña es solo de inmadurez, de adolescencia. El niño rico, mimado durante siglos, que huyó a Francia cuando se fue de España. Y volvió a casa, vejado por el gabacho.
La madurez, en cambio, nos ofrece una virtud clave, y esta es que se aprende a renunciar.
Renunciar es fundamental para vivir. No renunciar, no saber o no querer renunciar -antes decían "sacrificarse"-, es permanecer en la niñez mimada y en el egoísmo.
Les hablaré de mi experiencia porque los análisis sesudos para justificar una postura o su contraria los hacen muy bien los periodistas, los historiadores y los filósofos, cada uno con su dosis personal de vanidad, odio, sectarismo, servicios prestados o dineros por cobrar.
Mi experiencia personal es que en el colegio ya había independentistas -antes decían "separatistas"-. Les hablo de 1962 a 1968. Circulaba la revista "Serra d'Or", de los monjes progres de Montserrat, como Hilario Raguer; los capuchinos montaban circos más o menos políticos y antifranquistas. Mis amigos de esa cuerda lo eran por sus padres quienes, fundamentalmente, habían militado en el bando perdedor, el rojo, aunque ellos no fuesen exactamente rojos. Franco, vivo, era como una purga para ellos y sigue ahí, muerto, produciendo efectos secundarios. Franco unía a rojos, separatistas, monárquicos, socialistas obreros y socialistas pijos, en fin, ya saben. Luego, en el Instituto y en la Universidad, la cosa empeoró. Empeoró para mí, claro.
Me explicaré. Tras la Guerra Civil, los carlistas tuvieron que renunciar a casi todo lo suyo, al igual que los falangistas vieron frustrada su revolución azul con la caída de Berlín.
Carlistas y falangistas renunciaron a aquello por lo que habían luchado y habían muerto muchos de sus camaradas. Los comunistas, también. Hicieron la intentona de los maquis y no salió bien: las guerras tienen estas cosas, unos ganan y otros pierden. Los monárquicos también renunciaron a lo suyo y lo de Don Juan; y los republicanos, otro tanto.
No sigo con la lista porque pueden completarla ustedes mismos.
Un servidor renunció a casi todo: he pasado de un régimen que me gustaba a otro que permite por ley el asesinato de niños no nacidos, la laxitud absoluta de la moral y el deterioro horrible de las buenas costumbres; he renunciado a que se prime el esfuerzo y el sacrificio y el saber, para que se premie la labia, la mentira y la corrupción; he pasado de la cultura empresarial a la del pelotazo y la especulación; y de la dignidad de la política a la indignidad de los políticos.
Del periodismo, ni hablo. Donoso Cortés nos advirtió sobre la función teatral de los diarios, eso que ahora llaman "posverdad" y "fake news", con petulante displicencia.
(Los displicentes son los más subvencionados, pero, como siempre, me voy del tema...)
Bien, decíamos que todo el mundo renunció a algo muy importante, vital, y todo el mundo lo hace cada día, para que la convivencia sea posible: solo posible, ni excelente ni grata para todos, posible, razonablemente posible. Un hombre, antes, cuando se casaba con una mujer renunciaba a miles de millones de mujeres. Una mujer, cuando elige su carrera profesional, sabe que renuncia en todo o en parte a su vida familiar. Un hombre, un ejecutivo de altos vuelos, renuncia a casi todo porque se pasa la vida volando y trabajando 18 horas al día, 365 días al año. Y si yo elijo un oficio, renuncio a todos los demás. No se puede estar en Misa y repicando, es mero sentido común.
El independentista, en cambio, no renuncia a nada.
La convivencia no le importa. La vida más allá del sentimiento de la independencia, tampoco. Todo se tiñe de un mismo color: la vida íntima, la vida religiosa -si la hay-, la vida política -por supuesto-, la vida social y económica, la vida familiar.
Nada merece la pena para el independentista con la única excepción de la independencia.
-Viviremos siempre como súbditos oprimidos.
-Pues como los carlistas, los falangistas o los comunistas. Incluso como los cristianos de todos los siglos. ¿No entiende usted que los valores presentan una jerarquía y la convivencia -de "vivir con", de "comunidad", "vida en común", que es el único tipo de vida posible para el ser humano-, la convivencia, repito, es sencillamente el primer valor a defender? Porque es la misma vida. La vida no ya individual, sino colectiva. Primar la independencia y postergar la vida. Cruel.
Muy cruel.
El independentista, por el motivo que sea, permanece, pues, en una adolescencia intelectual o espiritual que se sustenta en un egoísmo casi psicopático:
-Nos odian, nos persiguen, nos humillan, nos joden.
-Oiga, mire usted, como a todo hijo de vecino.
Me odian muchos progres y ateos; me persiguen en las redes sociales por "fascista"; me humillan por católico y me joden por todo lo anterior junto. Es la vida.
Si yo me pusiera en la misma longitud de onda que cualquiera de mis amigos independentistas, habríamos terminado o tortazos o a tiros. Pero uno renuncia a decir los disparates que piensa. Renuncia a ponerse la Cruz de Borgoña delante de un cura con lacito amarillo: pobre cura, con sus 90 años, no le des un disgusto. O pobre amigo, toda la vida con esa historia suya que llena su vida y calma sus frustraciones.
El independentista, insisto, no renuncia a nada.
La prueba es que cuando la mayoría silenciosa en Cataluña ha despertado, falta muy poco para el enfrentamiento civil.
Y esta mayoría no ha hecho nada más que devolver la pelota al campo contrario, para que haya partido, y no un simulacro de partido amañado desde el principio por los que mandan en Cataluña desde 1980.
Donde las dan, las toman.
Pero ni Arrimadas, ni Girauta, por citar a dos poco sospechosos de fascistas, han dicho las animaladas que hemos oído a los dirigentes del "Proceso".
No. El independentista no sabe renunciar. No quiere renunciar. Y como cualquier hijo mimado ha roto la convivencia familiar. Solo cabe la bofetada y/o la expulsión: a la calle, niño, y que te pague los caprichos tu puta madre.
Les garantizo que funciona. En la familia, funciona.
En una región española, también.
De momento, yo disfruto en Pozuelo de Alarcón de los resultados de una sociedad trabajadora, respetuosa, activa, y, mira qué casualidad, firme en sus valores, en su fe católica.
Prosperidad, paz y futuro.
-Aprende, niño y "deja ya de joder con la pelota", como diría el Serrat. Sobre todo, cuando los de tu equipo no llegan al 50% de una población a la que quieren someter. Un detalle, oye, nada personal. Si fuesen el 80% me tocaría renunciar. Y me tocaría las narices, claro.