Conocí a Chus cuando yo aún era un pichón de carismático y me tocó salir a dar mi testimonio en el grupo de Santa María de Caná. Cuando terminó la reunión, aquel hombre sesentón, con cara de pastor de León, se me acercó y me dio un gran abrazo, de esos que se prodigan en la Renovación Carismática. No recuerdo las palabras que intercambiamos, pero fueron pocas, y yo ni siquiera sabía que era un sacerdote. Creo que torpemente le pregunté cómo se llamaba y me respondió que era Chus en vez de darme un título o decirme que era cura. Cuando lo supe, me sorprendió su gesto, pues esperaba una presentación, quizás un comentario sobre el testimonio. No recuerdo si luego acabamos con todo el grupo, como es costumbre canónica en la Renovación, compartiendo en el bar de enfrente.
El Chus que yo conocí era alguien así, que actuaba como un hermano más y sabía bien la importancia del ágape entre los hermanos. Siempre le gustaba exaltar la función de ese tiempo de hermandad post-grupo, en el que, entre col y col, se hablaba de lo que ardía por dentro, de la gratuidad, y a la vez no se hablaba de nada. Y es que la vivencia de la Renovación Carismática que entonces yo estaba conociendo, era así, directamente influida por Chus. Cada uno con su pobreza y su humanidad, sin discursos altivos ni intelectuales, amando la sencillez y con mucha cercanía.
A lo largo de los años, descubrí en él un predicador de cuyo magisterio se podía beber sin cansarse. El truco era que, desde su entrada en la Renovación, Chus había dejado de preparar sus homilías para dejarse llevar por el Espíritu. Y así, sus predicaciones tenían la virtud de engancharte profundamente, y se volvían el alimento no solo de los lunes Caná o los martes de Fray escoba, o los miércoles en Maranatha, sino que eran parte de ese contrabando de casetes y luego CDs que se compartía en la Renovación y animaban viajes, paseos y ratos de formación. Luego, con el Internet, y gracias a impulsos como el de esta casa, pudimos seguir sacando más y más enseñanzas de Chus, ya en Youtube, y así hasta casi la última hora en la que el Señor le ha llamado al Padre.
Recuerdo con viveza multitud de anécdotas de sus predicaciones, hablando de su querido Tejerina, que si el aceite sucio y la sosa convertidos en jabón perfumado como hace el Espíritu Santo con nuestra humanidad, que si los tropecientos mil rosarios de su madre y la duda acerca de la salvación que junto con su vecina tenía, que si la doctrina de “aguantar tu pecado” para pedir perdón bien y no confesarse por limpiarse, o las maravillosas historias de la mística de tantas personas de la renovación con las que Chus ilustraba lo que él llamaba la democratización de la gracia.
Todas estas imágenes son parte del imaginario colectivo de la Renovación, se han integrado en sus enseñanzas grupales y están grabadas en los corazones de todos los que han disfrutado el gozo renovador de la salvación gratuita en Cristo y han caído en la cuenta de ello gracias a las atrevidas enseñanzas de Chus. Y digo atrevidas, porque en más de una ocasión le acarrearon persecuciones, odios e incomprensiones, llegando a hacer de él un proscrito en ciertos ambientes donde su predicación resultaba demasiado escandalosa. Como cuando le tildaban de protestante por predicar la carta a los Romanos, y la gratuidad de la salvación que tan bien supo leer en ella. Todavía sonrío imaginando cómo sería aquel retiro en el que les decía a unas contemplativas de clausura que se preguntaran qué pasaría si Dios las sacara del convento mañana, retándolas a una mayor pobreza y desapego, invitándolas a entregar hasta su carisma. No me extraña que luego en muchos sitios no le llamaran, porque resultaba muy incómodo eso de abrazar la propia humanidad —y la de Jesucristo— como camino para encontrar a Dios.
Con los años, fui coleccionando los libros de Chus, que eran como una prolongación de sus enseñanzas. Pese a ser un dominico con formación de los de antaño, que leía a Santo Tomás en latín en el Metro para gozarse volviendo a los orígenes de su formación, sus libros eran de todo menos eruditos e inaccesibles, pues escribía para todos y no desde una cátedra, sino desde sus vivencias de gratuidad. Algunos eran más sistemáticos y muchos parecía que los había escrito de una sentada, con la misma facilidad que predicaba. Eran, eso sí, profundos como ninguno, llenos de reflexión teológica y vida, dos cosas que muchas veces no se compadecen fácilmente. Por eso, eran a la vez una lección magistral y puro testimonio, el de su vida, y el de la vivencia grupal de la renovación, de sus hermanos, pues en ellos se sentía reflejado todo el mundo.
No hace mucho caí en la cuenta de que sus libros jalonan las dos estanterías que adornan mi escritorio, siendo el autor del que más libros tengo en ella. Hasta entonces, no me había dado cuenta de la profunda huella que su predicación hablada y escrita, vivida y rumiada, ha supuesto para mí. Tanto, que le debo gran parte las intuiciones y lecturas que hago cuando me toca hablar de la fe, de la salvación y del Espíritu Santo en los seminarios de vida en el Espíritu que Cristy y yo damos con nuestra comunidad. Me consta que esta experiencia es igual para multitud de laicos, y algún que otro sacerdote, que como yo han tenido la gracia de beber de esa Renovación que tanto amaba Chus y a la que tanto contribuyó sin proponérselo.
Y hablando de eso, hay que decir que Chus nunca quiso ser un líder de nadie, por más que las circunstancias, los cargos que tuvo y el lugar que ocupó en la Renovación hicieron de él una referencia para miles de personas. Para mí, Chus siempre fue aquel que se gozó siendo hermano entre los hermanos, que orgulloso decía que le acusaban de bebedor como a Jesucristo por juntarse con la gente en los bares, y que puso al servicio de la comunidad su tremendo talento de predicación siendo un modelo sacerdotal de espiritualidad carismática y hermandad real. Él se sabía tan redimido como el último en llegar, y por eso al final del grupo era el que se te acercaba a darte un abrazo y compartir contigo mucho más que unas palabras, la vida entera. Y así, la gente se enganchaba con Chus, por su cariño, su cercanía, su verdad y su persona. Nunca fue uno de esos predicadores brillantes que enganchan a la gente por lo que dicen y no por lo que hacen, sino todo lo contrario.
Mirando hoy mi librería sobrepoblada de libros de Chus, constato con tristeza que me quedaré sin un libro más de él que leer y revisitar una y otra vez con los años. Uno de los últimos, “Mis confesiones”, fue un regalazo cuya lectura merece una recensión aparte y recomiendo a todos los que le hayan querido y leído.
Su enfermedad ha sido larga, y desde hace tiempo todos sabían que estábamos en ese tiempo de descuento en el que no sabemos cuánto va a durar el partido, disfrutando sus últimos compases hasta el último segundo. Algo en mi temía la pérdida de una renovación sin Chus, una librería sin su último libro, una retransmisión sin su última predicación en la Eucaristía. Algo en mi quería atesorar y guardar lo que se escapaba… que había que dejar marchar. Pero se tenía que marchar al cielo bendito, donde ya habrá llegado su madre con sus miles de rosarios, a la casa del Padre que ahora va a tener un nuevo cartel en la celda que le den a Chus llamado “Casa de la Gratuidad”. Llegada la hora de ir al Padre, habiendo amado a los suyos hasta el final, ¿qué más le podía faltar para coronar la buena carrera y llegar por fin al tan anhelado y merecido gozo de estar con Dios plenamente?
Pensando en ese último libro de Chus que nunca se publicó, me vino a la mente la cita de 2 Corintios 3,2-4. Entonces me di cuenta: el último libro de Chus somos nosotros, el pueblo de esa renovación tan profundamente amada por él. El lugar de los que son pobres y de la gratuidad, el lugar de la gracia, que son los corazones de tantas y tantas personas que le amaron y a quienes amó hasta el final. Es un libro que está aún por escribir, como la onda concéntrica que produce una piedra al caer al agua se reproduce y llega mucho más allá que ella. El libro está vivo, está en las alabanzas a Dios de sus amigos, en sus momentos de compartir, en las predicaciones de tantos y tantos influidas por él, en las confesiones liberadoras de quienes se libraron de la culpa para recibir la salvación de Jesucristo sabiéndose profunda y gratuitamente amados gracias a su predicación. Chus está en nuestros corazones, en nuestras mentes, en nuestros recuerdos… y ahora está en el cielo con el Padre para seguir siendo hermano entre los hermanos. Allá se gozará con sus amigos y hermanos carismáticos, con Julio Figar, Pedro Reyero y sus otros hermanos dominicos, y hasta departirá con Santo Domingo mismo de quien tanto predicó. Allá se saciará su inagotable curiosidad teológica y se gozará con el estreno de amar y ser amado infinitamente y por toda la eternidad. Allá podrá ser, ya con su humanidad plenamente glorificada, como ansiaba, pura gratuidad.
Y nosotros mientras seremos, en lo que nos quede de vida, ese libro que nunca escribió pero que está ahí, en forma de vida, comunidad, fe y gratitud por aquel que Dios llamó, estuvo en medio de nosotros y sigue siendo una estrella cuya estela nos toca ahora seguir en esta vida imperfecta hasta que llegue lo mejor.
Descanse en paz, Chus Villarroel, predicador de la gracia, religioso, sacerdote, pastor de la palabra y la predicación.
Vosotros mismos sois nuestra carta, escrita en nuestro corazón, conocida y leída por todos. Es evidente que vosotros sois una carta de Cristo, expedida por nosotros, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios viviente; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones (2 Corintios 3,2-4)