«El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes ni salivazos.»
Queridos hermanos
Celebramos hoy el Domingo de Ramos que da inicio a la Semana Santa, porque es una semana llena de alegría, de vida, de muerte y de resurrección. Acompañemos al Señor, que es el Rey pacífico y humilde que entra en la ciudad Santa de Jerusalén para ofrecer el sacrificio de la nueva alianza en su cuerpo, llevando a plenitud la obediencia del Padre, que era destruir el muro que nos separa del otro, la violencia, nuestra incapacidad de amar. Jesucristo se entrega a sí mismo y se ofrece como el cordero en la nueva Pascua, es decir, como un hombre humilde, manso; y nos introduce en el gran paso de la Pascua. Los hebreos profetizaban la resurrección de Cristo, por eso el Señor culmina la peregrinación de todo este tiempo yendo a Jerusalén y culmina, además, el ministerio mesiánico de proclamar el Reino, anunciado con signos, milagros y prodigios; como hemos visto. Ahora su destino debe consumarse en Jerusalén. “Bendito el que viene en el nombre del Señor, Hosanna en el cielo”. El Señor se manifiesta como Rey, que toma posesión de la ciudad del Gran Rey, así entra a Jerusalén y así es recibido. ¿Y quién es este Rey? ¿A dónde va y qué hace este Rey? Pues este Rey entra a Jerusalén, entra en la historia, entra en la muerte por amor al pecador, a nosotros. Hoy lo que necesita el mundo no son armas, sino Evangelio, La Buena Noticia. El mundo necesita de la misericordia, no del juicio y la violencia.
Por eso la primera palabra que nos ofrece la Iglesia es del Profeta Isaías, y dice: “el Señor me ha dado una lengua de iniciado para saber decir al abatido una palabra alentadora.” Hoy, hermanos, lo que más necesita el hombre es abrir el oído. El Señor, con todos estos acontecimientos en el mundo, nos abre el oído ¿para qué? Para poder amar, para poder decir al abatido una palabra alentadora con nuestros hechos. ¿Cuáles hechos? Los de Cristo: ofrecer la mejilla, ofrecer la espalda a los que le golpeaban. Por eso todo el Domingo de Ramos es una monición de todo lo que será está Semana Santa.
Pero podemos encontrarnos en la situación del salmista: “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?” Esto lo hemos gritado todos, nos hemos sentido muchas veces abandonados por Dios, pero el Señor ha sido fiel. ¿A dónde vamos? Hermanos, el Reino de Dios que ha proclamado Jesús de Nazaret, es el Reino de los Cielos, su reino no es de este mundo. Aunque entra en Jerusalén como un rey, como un Señor, su reino es el cielo.
Por eso la segunda lectura que es de San Pablo a los Filipenses, nos anuncia cuál es la misión de este Mesías: “Cristo siendo de condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se despojó de sí mismo, de su rango, tomando la condición de esclavo y pasando como uno de tanto.” Por eso hermanos, despojémonos de nuestro hombre viejo, de nuestro orgullo, nuestra soberbia, que nos imposibilitan convivir con el otro. El Señor se rebajó hasta someterse hasta una muerte, una muerte de Cruz. El que quiera entrar en este reino mesiánico tiene que entrar como el último, como un pobre, sin pretensiones, considerando al otro superior a uno. Esta es la misión de la Iglesia que nos presenta el Señor en este domingo de Ramos, que lo iremos descubriendo a través de toda esta Semana Santa en el Jueves Santo, Viernes Santo y la Vigilia Pascual.
Hoy, hermanos, se nos pone delante la oración de Jesús en el Getsemaní, que es la antesala de la pasión, que es realmente la agonía de Jesús, la lucha contra el mal que se presenta en forma de tentación. Pero es, además, la antesala de la resurrección: el Señor viene a mostrarnos en esta gran semana que tenemos un esposo, Cristo. La sala del banquete nupcial, está iluminada, y ¿tienes el vestido nupcial para entrar en esta belleza que es la resurrección de Jesucristo?
Por eso hermanos, mucho ánimo, que el Señor os bendiga, y os conceda vivir esta Semana Santa, con toda intensidad.
+ Con mi bendición.
Mons. José Luis del Palacio
Obispo E. del Callao