De repente, es como si nunca hubiese pasado nada. Anoche, paseando por la céntricas calles de Madrid, fui testigo de una algarabía colectiva que estábamos estrenando, que nunca habíamos vivido, que ni si quiera nuestros mayores nos habían contado porque jamás había sucedido.
Hasta ayer mismo, de sangre, lágrimas y derrota sabíamos mucho los aficionados españoles, resignados ya a ver una y otra vez repartirse las alegrías a brasileños, italianos, alemanes y argentinos, como si de una especie superior se tratase, como si ellos fueran ángeles capaces de volar y nosotros sencillos humanos condenados a errar por este mundo sin poder saborear nunca la presencia de Dios, la gloria, algo parecido a lo que te pinta esa cara de felicidad que anoche vi por todas partes.
De repente, todos esos fiascos, decepciones, tristezas y desesperanzas se fueron de un golazo. Ya nadie se acuerda de ellas. En los próximos campeonatos, quien recurra a la maldición de los cuartos será porque le apetezca seguir sufriendo pudiendo no hacerlo. Porque nos ha puesto a huevo saber a donde poder volver, siempre que queramos, con la memoria, y es a un momento de alegría, de paz, de euforia, de bien estar, en el que todos, no sé por qué razón, estamos contentos.
Ganar el Mundial, algo que nunca se ha hecho, es algo parecido a confesarte. Una vez que lo haces, ya nadie se acuerda de aquello que dejaste atrás. Dios resetea su memoria y perdona todo los penaltis fallados del mundo, todas las eliminaciones en cuartos de final. Incluso se olvida de los autogoles de Zubizarreta. Y, como ha pasado a España con el Mundial, no importa que nunca antes se hubiese ganado, ni que los males y errores acumulados superen con creces a las veces que el equipo lo hizo bien. Que no, que eso da igual. Dios no es contable de las malas noticias. No le funciona la hemeroteca de lo malo. Es Padre, y el que más ganas tiene de que su hijo gane el Mundial.
Cuando me confieso, Dios hace conmigo borrón y cuenta nueva. Entonces se me pinta en la cara un gesto de alegría y de paz, comienzo a vivir de nuevo como si antes nunca me hubiesen eliminado en cuatros, como si nunca antes se hubiese jugado otro Mundial. Como si solo España hubiese ganado siempre. Del cero al todo poco menos de diez minutos. Dios nos mira a todos por igual en ese sacramento tan molesto al principio, pero tan alegre al final. En el confesionario no hay brasileños, ni talianos, ni ingleses, ni alemanes ni franceses, ni argentinos. Hay pecadores arrepentidos, que es con lo que yo creo que mas se alegra Dios sin mirar el color de la camiseta ni el escudo que se luzca sobre ella.
Dios es un arbitro de un partido que te deja repetir el penalty que has fallado, que detiene el partido cuando el balón sale rebotado de la portería para que Michel lo vuelva a tirar. Que no hace caso de ese linier que pitó fuera con Korea para que Morientes la vuelva a empujar a placer. Y esa alegr´´ai no es efímera. Aunque yo sepa que será cuestión de tiempo volver a tirarla fuera, mi intencíon será de no haerlo. Como los futbolista. Ellos saben que algún día volverán a perder, aunque tengan intención de ganar. Los aficionados sabemos que España perderá algún día, pero noi por eso no celebramos hoy el título Mundial. La cosa es que cuando se de esa futura y segura derrota, ellos tienen una referencia. Cuando eso ocurra, sabrán como se gana porque ya lo hicieron una vez.
Cuando vi por primera vez la explanada de las confesiones en Medjugorje, entendí que aquello no podía ser de Satanás, porque si lo era, se lo estaba montando fatal. El demonio es el mal periodista que ante la falta de grandeza e ideas propias recurre siempre a la fatalidad. Dios es ese que anuncia siempre que puedes ganar el Mundial por muy desastre que seas. Que puedes dejar atrás a tras todo aquello malo que has hecho, ya sea por mala leche o por debilidad. Dios te pone a huevo el balón que le puso Cesc a Iniesta. Solo queda un escollo, que es el portero. Una vez salvada la vergüenza y el que dirán, te conviertes en campeón del mundo, tienes alegría, tienes paz.
Hoy, después de un tiempo demasiado largo, me voy a confesar. Hemos ganado el Mundial y creo que Dios se va a alegrar mucho de que deje mis narices rotas de Luis Enrique y los auotogoles que yo mismo me he metido para empezar a lucir como lo que soy. No un campeón del mundo, sino mucho más: Hijo de Dios, imagen suya, hermano de Cristo, hijo de María. Esta tarde, Mundial y cuenta nueva.