Al hablar de la selección española, mi abuelo siempre se refería al Mundial del ’34, en Italia, a Ricardo Zamora y a la dureza de un equipo italiano que nos dejó en la cuneta en los cuartos de final, tras un partido –sí un partido entero, no una prórroga- de desempate.
Mi padre y mis tíos Pepín y Jaime recuerdan, por supuesto, el gol de Zarra a Inglaterra, para quedar campeones de grupo. Después, rememoran con ilusión el tanto de Basora a Uruguay que significó el 2 a 2 en el primer partido de la liguilla por el título que se estableció entre los cuatro conjuntos que salieron ganadores de la fase inicial. Pero tampoco olvidan el tremendo 6 a 1 encajado ante Brasil, cuando hasta Ramallets pinchó bajo los palos, ni el caprichoso sorteo (el pulpo Paul todavía no había saltado a la palestra) con la que Turquía obtuvo el derecho de jugar el Mundial del ’54 en nuestro lugar (mira que no poder ni ganar a los turcos en un duelo de ida y vuelta).
Mis primeros escarceos con La Roja se remontan a un equipo que ni siquiera llegaba a la fase final del Mundial. De hecho, mi recuerdo inicial es el de mi padre, y Pepín volviendo cabizbajos de haber ido a un cine a seguir el partido de desempate (otra vez un desempate) ante Yugoslavia, en el que los balcánicos nos doblegaron 1-0 negándonos la presencia en Alemania ’74.
Después, un gol de Asensi para cerrar dignamente la participación en Argentina ’78 -¡mira que tuvimos a Brasil a tiro con el famoso fallo de Cardeñosa!- y la tristeza de un España ’82, donde no pudimos ganar ni a Hondura ni a Irlanda del Norte. México ’86 representó probablemente los 40 días más intensos de mi existencia. Vivíamos allí y la selección tenía la magia de unir a toda la colonia española. Fuimos varias veces a la concentración de La Roja en Tlaxcala y mi hermano Francisco y yo no dudamos en subirnos a un tren que parecía más una lavadora centrifugando, con nuestros amigos Andrés, Paco Lombana y “El Borrego”, para presenciar in situ como nos robaron en Guadalajara, no concediendo el gol de Michel ante Brasil, en un partido que perdimos 1-0.
Sin embargo, nos repusimos y nos tocó Dinamarca en octavos. Familiares y amigos fletamos un autocar y nos desplazamos a Querétaro. Nos ubicamos justo detrás de la portería en que “El Buitre” marcó tres de sus cuatro goles, ondeando una pancarta en la que había trabajado mi padre toda la noche y que rezaba “Calderé t’estimem molt”. De la euforia de Querétaro a la tristeza de Puebla. Cuando menos lo esperábamos, Bélgica nos apeó en los penaltis, lo cual marcó una tónica por la que deambulamos durante 20 largos años.
Cada Mundial, una esperanza, un gran equipo y una eliminación desafortunada cuando pensábamos que íbamos a tocar la gloria, llámese Stoijkovic (1990), Roberto Baggio (1994), Nigeria (1998), el árbitro Al-Ghandour y otra vez los crueles penaltis (2002) o el mago Zidane (2006).
Esta Copa del Mundo se planteaba diferente: éramos campeones de Europa y, por primera vez, el cartel de favoritos que solemos otorgarnos con tanta facilidad era más que merecido. Pero se nos atragantó Suiza…
Desde la Eurocopa, mi familia y grandes amigos solemos reunirnos en casa de Pablo y Tote a ver los partidos de España. En su domicilio, como en la masía que tenía Pablo antes en Cardona, La Roja jamás ha perdido. Contra Suiza, debido a jugar a las 4 de la tarde, no pudimos ir, pero a partir de Honduras, no se falló a la cita.
Cada partido nos reunimos más de 20 personas. Juan Fernández se pone detrás de todos, pegado a la radio. En los sofás se sientan mi madre y la mayoría de los adultos y, justo delante del televisor, todos los niños, unos rapaces que se han acostumbrado a los triunfos de Nadal, Alonso y el baloncesto español, incapaces de sospechar que sus padres alucinábamos hace poco más de 20 años cuando Emilio Sánchez Vicario se colaba a los cuartos de final de Roland Garros…
Que no nos engañen las fatigas ni los sinsabores del cada día. Si algo tiene la selección de fútbol es que es capaz de unir a todos los españoles, como lo hacía en México con todos aquellos emigrantes, sin importar de dónde hubiera salido el barco que llevó a sus padres o abuelos al Nuevo Mundo. Lo vivido anoche es irrepetible. Los de mi generación hemos soñado con ello durante 40 años: toda una vida siguiendo a España.
Hay tantos y tantos detalles que jamás olvidaré de este Mundial pero, entre todos, me quedo con una frase de un mi tío Jaime: “Nuestra generación, los de más de 60 años, podemos dar gracias a Dios de haber vivido esto junto a nuestros nietos”.