[Una foto de 2016 en la recreación de las salesas de Barcelona].
Y amaneció para Barcelona el nefasto 19 de julio…
Hasta las tres de la tarde conservamos algunas esperanzas, refiere una hermana, pero en anocheciendo, se habían disipado ya todas. Sin pérdida de tiempo, se pidió una ambulancia, que providencialmente nos había sido ofrecida la víspera, para trasladar a algunas hermanas ancianas… más… ¡no venía! ¡había tantos heridos a consecuencia del tiroteo de todo el día!
La pobre Madre pasó entonces unos momentos de agonía terrible, ante la perspectiva de dejar nuestro querido monasterio y de tenernos que dar la tristísima orden de salir. Al fin, revistiéndose de valor, vino a la sala de comunidad, donde nos encontrábamos, y muy conmovida nos dijo que nos vistiésemos enseguida de seglar, pues esta vez, sí que era muy cierto que había llegado la hora de la dispersión… dio algunas disposiciones más, bajó a la portería y, colocada frente a la puerta Reglar, ya entreabierta, se dispuso para bendecirnos conforme fuésemos saliendo. ¡Qué momentos aquellos!
Llegó la ambulancia, pero sólo con sitio para dos y dando mucha prisa. Se instaló en ella una hermana, más que octogenaria, acompañándola una de las ayudantes de la enfermería… las otras ancianitas fueron a pie, siguiendo las demás en pequeños grupos Y con el corazón destrozado después de abrazar a su amadísima Madre, que aún iba con el hábito religioso.
Cuando sólo quedaban cuatro o cinco hermanas, rendida de cansancio y de emoción, fue a su vez, a ponerse el traje de seglar… más tarde nos contaba que no sabía ni cómo pudo vestirse. No acertaba a salir, ni a dejar para siempre aquel nido tan querido…
Eran ya las 9 dadas, cuando se decidió a arrancarse de allí, acompañada de la respetable Hermana Depuesta María Emmanuel, de otra hermana y de un hombre de toda confianza, para ir a pasar la noche en una casa muy cerca del monasterio, a fin de trasladarse, a la mañana siguiente, con la hermana provisora, a un pisito que nos habían cedido en la calle del Bruch, donde teníamos ya desde el primer momento, a las hermanas más ancianitas y delicadas.
Con relativa tranquilidad pasaron aquel día, pero, por la tarde del martes 21, qué impresión tan penosa no recibieron al oír unas mujeres de la calle que gritaban: ¡a quemar a las Salesas, a quemar a las Salesas!
Pocas horas después, veían la negra humareda desde el pisito. Entonces, la Madre dijo dulcemente: ¡el Señor nos lo dio, el Señor nos lo quitó!... Sin que otra palabra saliera de sus labios.
Y aquí cuantísimo nos duele el haber perdido una carta preciosísima que dirigió a un grupito de sus hijas que se habían apresurado a escribirle. Después de agradecerles sus filiales expresiones y decirles una palabrita sobre su pena, añadía con gran magnanimidad y grandeza de alma, que crecía en ella con los pesares: “ahora, hijas mías, sólo palabras de perdón, ni una lágrima, ni una queja, ni un suspiro, ni un lamento…, y sobre las ruinas de nuestro monasterio, levantar muy alto el edificio de nuestra santidad…”
Pensamiento sublime que no la abandonó ya más en lo sucesivo.
Desde su escondrijo, sabía la Madre todo lo que ocurría a sus hijas, y solucionaba desde allí cambios, traslados y cuántas dificultades se iban acumulando. Así las cosas, se llegó al miércoles 29 de Julio, en el cual, al momento de sentarse a la mesa, llamaron a la puerta, precipitándose dentro del pisito, seis o siete rojos armados de fusiles y pistolas. Cogieron enseguida el dinero que encontraron y quemaron cuánto les vino a las manos… habiendo roto uno de ellos algunos papeles, que eran borradores de la Madre, vio una palabra que le llamó la atención y dijo: esto es malo. Se puso a buscar por el suelo los pedazos y leyó que, si no éramos virtuosas y obedientes etc., seríamos como los anarquistas. Esta palabra le sacó de tino, pero como vio que las hermanas se reían volvió a leer y, comprendiendo, lo he echó al suelo sin decir más. Había algunos entre ellos que no parecían tan malos y se marcharon diciendo que estuvieran tranquilas, que no les pasaría nada.
Con la angustia que es de suponer se quedaron la Madre y sus compañeras… la portera les dijo que andaban registrando por otros pisos, pues buscaban a un sacerdote y que se temía algo gordo.
En efecto, no había transcurrido ni media hora, cuando volvieron a llamar a la puerta, presentándose otro grupo de desalmados revolviéndolo todo y preguntando por el dinero. Les dijeron que ya se lo habían llevado otros y que no tenían más. ¡Buscaban los presuntos millones de las Salesas!
Trajeron una señora de por allí cerca para que las revisase, pero lo hizo muy por encima, ofreciéndose bajito para cuanto pudieran necesitar. Los hombres querían ahora, sólo el dinero… por fin, se fueron; pero, al poco rato, ya estaban allí de vuelta diciendo que el dinero tenía que salir. Era una tensión de ánimo atroz para la Madre y para las hermanas que no sabían cómo salirse del paso, pues no había medio de convencerles. Después de mucho altercar, muy enfadados y amenazadores se despidieron, pero poco después penetraron en el piso otros tres rojos, siendo uno de ellos muy joven aún, tan retemalo, que parecía una furia escapada del infierno; un verdadero demonio.
Éste, pistola en mano, amenazando y asegurando que acabaría con todas si no salía el dinero, se metió por todos lados. No se entendía de razones y cogiendo a la hermana provisora la hizo entrar en una habitación y se fue tras ella. A la Madre, que quería seguirles, le dio un empellón diciendo: déjenos, aquí va a pasar algo gordo. Cerró la puerta y estuvieron dentro unos pocos minutos que le parecieron siglos a la pobrecita Madre. Salieron por último después de haber tenido apuntada la pistola a la garganta de la hermana provisora, amenazándole que, si no le daba el dinero, disparaba…
Volvió a revolverlo todo y, no encontrando el dinero que quería, hizo ahora descalzar a la provisora para ver si lo tenían los zapatos… y ¡qué tenía que encontrar, si ya los otros se lo habían llevado!
Vomitando injurias y amenazando que si el dinero no salía las mataría a todas, se marchó, prohibiendo antes que saliesen y que nadie fuese a verlas; dijo también que se guardasen de comunicar por teléfono y cuidado que les trajese de comer la portera… quedando ésta más asustada aún que la madre y las hermanas.
Rendidas de tanto jaleo y sensaciones, se sentaron para deliberar con serenidad, qué es lo que podían hacer…, cuando, apenas había transcurrido un cuarto de hora, volvieron a llamar presentándose un rojo, el cual hacía de jefe en el primer registro, con un papel firmado que decía las habían registrado ya y que no las molestasen más. Entonces la madre habló con él y contó todo lo que les había sucedido con las amenazas del último visitador. Este rojo decía que de curas y monjas no tenía que quedar semilla, pero sea el tono dulce y amable con que la Madre le habló o el ver a tantas ancianas, el caso es que se conmovió o mejor, que Nuestro Señor le tocó el corazón y dijo: ustedes se han de ir de aquí… ¡Oh! Sí, pero ¿cómo? Le contestaron. ¿Tienen ustedes casas donde ir? Sí. Pues yo vendré al anochecer y me las llevaré de dos en dos donde quieran. Estén preparadas. Y se fue…
Se quedaron estupefactas, pero con una gran confianza en aquel hombre, empezaron a arreglar algunos paquetes, los menos posibles, para no llamar la atención; eran las cuatro de la tarde.
A eso de las cinco fueron a verlas el hermano de la provisora y otro buen amigo de la comunidad, quedando los dos espantados de que tan a ciegas se confiaran a un rojo desconocido. Pero ¿qué iban a hacer si el mismo rojo les había dicho que, de quedarse en aquel piso, corrían gran peligro?
Los despidiron pronto, no fuera que si volvían los importunos visitadores les sucediera algo desagradable a esos verdaderos amigos, que se quedaron por las cercanías vigilando un poco. La Madre y su querido grupito, preso este de mil temores encontrados, y pidiendo todas a Dios del fondo del alma no las abandonara, iban entre tanto ultimando pormenores.
Llegó el atardecer, y, fiel a su promesa, compareció el comunista. Estaba algo nervioso, diciendo que se jugaba la vida, y hubo que dejarle hacer en la distribución de los viajes. Partieron pues las primeras, la Madre y una hermana doméstica, acompañándoles hasta el auto, que lo tenía una manzana más lejos, la hermana provisora, la cual con el corazón oprimido les vio partir como una exhalación.
Como dio muchas vueltas y revueltas el rojo, para despistar, y tardaba en volver, las que pudieron se fueron por su pie a casas conocidas; y eran ya las diez de la noche cuando se llevó a la octogenaria hermana María Ignacia, ayudándola a subir con mucho cuidado en el auto, en el que se metió con ellas uno de los buenos amigos que se habían quedado vigilando. Al llegar a la casa donde iban, hizo abrir el rojo la puerta de la calle con mucho sigilo, pues era ya muy tarde, no dejando a la hermana hasta que estuvo aposentada. El amigo mencionado, quiso darle una propina, pero en manera alguna quiso aceptarla despidiéndose muy cortés… ¡pobrecito! Había dicho que se jugaba la vida, pero fue para salvarla, pues, al ser liberada Barcelona, se acordó de las monjas y, por influencias de la Madre, le fue conmutada la pena capital. Más hubiera querido obtener su corazón agradecido, pero no le fue posible. Quiera el Señor, en cambio, abrir los ojos de esa alma engañada, y darle a gustar los consuelos que sólo en Dios se hallan y son preludio de una eternidad feliz.