Con la oración universal de los fieles, concluye la primera parte de la Misa. El Señor nos ha instruido con su Palabra y nos abierto el corazón a las necesidades del mundo.
Empieza la parte eucarística. El ella, la Iglesia hace continuamente presente el sacrificio de la Nueva Alianza que Jesús selló en el ara de la Cruz. “Fue el primer altar cristiano, el de la Cruz, y cuando nosotros nos acercamos para celebrar la Misa, nuestra memoria va al altar de la Cruz, donde se hizo el primer sacrificio. El sacerdote, que en la misa representa a Cristo, cumple lo que el Señor mismo hizo y confió a los discípulos en la última cena: tomó el pan y el cáliz, dio gracias, lo pasó a los discípulos diciendo: «Tomad… bebed este es el cáliz de mi sangre. Haced esto en memoria mía»”.
Debemos cuidar este espacio de la misa. Con frecuencia, la tensión que ponemos en escuchar la palabra de Dios, en el credo y en la oración de los fieles, encuentra en el ofertorio un momento de relajación. Es el tiempo de ofrecernos junto al pan y el vino.
No debe ser así. Con el pan y el vino nos ofrecemos nosotros para ser transformados mediante la consagración en miembros vivos de Cristo.
“Al primer gesto de Jesús: «Tomó el pan y el cáliz del vino», corresponde la preparación de los dones. Es la primera parte de la Liturgia eucarística. Está bien que sean los fieles los que presenten el pan y el vino, porque estos representan la ofrenda espiritual de la Iglesia ahí recogida para la Eucaristía… Aunque hoy «los fieles no traigan, de los suyos, el pan y el vino destinados a la liturgia, como se hacía antiguamente, sin embargo, el rito de presentarlos conserva su fuerza y su significado espiritual»”.
El altar es el centro de la liturgia eucarística: “Es decir el centro de la misa es altar, y el altar es Cristo; siempre es necesario mirar al altar que es el centro de la misa. En él «fruto de la tierra y del trabajo del hombre», se ofrece, por tanto, el compromiso de los fieles de hacer de sí mismos, obedientes a la divina Palabra, «sacrificio agradable a Dios, Padre Misericordioso», «por el bien de su santa Iglesia». Así, «la vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo y oración se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo».
Es importante que pongamos nuestra ofrenda junto a la de Cristo. “Ciertamente, nuestra ofrenda es poca cosa, pero Cristo necesita de este poco. Nos pide poco el Señor y nos da tanto… Nos pide en la vida ordinaria, buena voluntad; nos pide corazón abierto; ganas de ser mejores para acogerle a Él que se ofrece a sí mismo a nosotros en la eucaristía; nos da las ofrendas simbólicas que después se convertirán en su cuerpo y en su sangre”.
El incienso indica que nuestras ofrendas suben a lo alto.
El Papa insiste, una vez más, en la vinculación del altar con Cristo. “Y no olvidar: está el altar que es Cristo, pero siempre en referencia al primer altar que es la Cruz…Y todo esto es cuanto expresa la oración sobre las ofrendas. En ella el Sacerdote pide a Dios aceptar los dones que la Iglesia le ofrece, invocando el fruto del admirable intercambio entre nuestra pobreza y su riqueza… Mientras se concluye así la preparación de los dones, nos disponemos a la Oración Eucarística”.