Si introducimos una rana en un recipiente de agua muy caliente, hará todos los esfuerzos posibles para salir del mismo y evitar perecer; pero si el agua está a temperatura ambiente y la calentamos lentamente, es muy posible que la rana perezca cocida sin darse cuenta. Este viejo cuento, explica muy bien la crisis que padece Occidente. Señalábamos en un artículo anterior la importancia que tienen las ideas, sin las cuales no se pueden explicar los hechos.

Pongamos por ejemplo unos datos: En España se estima que hay unos nueve millones de perros frente a los seis millones de niños y niñas menores de 14 años. Esto supone un problema gravísimo de por sí, máxime cuando la tasa de natalidad en España el año pasado fue de 1,2 niños por mujer, muy lejos del 2,1 necesario para la reposición demográfica. Desde 1981 España, dicha tasa no permite el recambio generacional, como ocurre también en toda la Unión Europea.

Lo peor del caso no son las cifras citadas cuyas consecuencias muy dolorosas ya empezamos a padecer, sino que parece que no importa mucho ni a la sociedad ni a sus dirigentes. Nos “estamos cociendo” lentamente en esa dramática realidad y cuando queramos despertar ya será demasiado tarde porque no es problema que se pueda solucionar de forma rápida con medidas extraordinarias.

La crisis demográfica es un mal que acecha a España y a Occidente en general. Sus causas no son externas como en el pasado:  no se trata de guerras, invasiones o epidemias. Se trata de un mal aparentemente dulce e indoloro, por ello se le ha denominado suicidio demográfico como ha puesto de manifiesto Alejandro Macarrón recientemente.

Una de las consecuencias más alarmantes, aunque no la única, es la probable desaparición del Estado del bienestar. No se trata solo de una consecuencia económica, sino también de un empobrecimiento afectivo por la falta de hijos, hermanos etc. Ya estamos viendo una de esas consecuencias: la soledad no deseada que afecta en España a la quinta parte de la población. El número de personas mayores de 60 años es tres millones superior a la de jóvenes menores de 16. Nos vamos acercando a una pirámide invertida cuya base no podrá soportar el número de personas mayores jubiladas.

Hasta el momento ninguna de las propuestas de solución ha dado resultado, quizá porque no se es consciente del problema. Ni la llegada de inmigrantes en condiciones adecuadas ni las ayudas económicas resuelven el problema, aunque sea necesario y urgente ordenar y regularizar la llegada de emigrantes, así como aumentar las tímidas ayudas que se dan a las familias y que en España alcanzan el 1,3% del PIB muy lejos del 3,6 de Francia o el 5% de Hungría.

Creo que la razón de que no haya niños no es la falta de ayudas, aun siendo necesario aumentarlas. La razón es más profunda: tener hijos no resulta rentable en términos económicos ni placenteros. En una sociedad del bienestar, del confort, de subsidios y subvenciones constantes, se confía más en el Estado como pagador de pensiones y residencias para la tercera y cuarta edad, -esa de la que se suele hablar poco pero que cada vez aumenta más, que, en las ayudas familiares, caso de que fueran posible.

Tener un animal de compañía resulta más rentable: es más cómodo, económico y manejable. No generan frustraciones como las expectativas que genera un hijo. Los perros no fracasan académicamente, no se rebelan, ni tienen libertad para generar su propio proyecto de vida.

Tener hijos no tiene sentido cuando los valores que priman en una sociedad son la comodidad, el bienestar y el individualismo. Cuando la felicidad se reduce al placer, el sacrificio que supone tener un hijo no se tolera. Cuando la comodidad y el confort se convierten en aspiración máxima, el sufrimiento que genera un hijo, aunque solo sea por los males que pueda padecer, no es soportable. Donde hay amor, hay dolor, dice el saber popular. En una sociedad incapaz de transcender el presentismo y los intereses particulares, no se puede entender aquellos valores que nos trascienden, como es el pasado heredado y el legado a las futuras generaciones.

Hemos perdido, o tal vez nos han robado, nuestra legado religioso, ético e intelectual. Hoy el sentido común, aquel conjunto de valores, expectativas y costumbres que no hacía falta demostrar, ha desaparecido o como suele decirse: “es el menos común de los sentidos”. Y, como decía Chesterton, malos tiempos son aquellos en los que hay que demostrar lo evidente.

Necesitamos emigrantes y aumentar ayudas a la natalidad, pero, sobre todo, urge un rearme religioso, intelectual y moral. Volvamos a las fuentes, aquellas que nos garantizaban la fertilidad de nuestra cultura, donde la familia es el nicho ecológico en el que mejor podía desarrollarse el ser humano, un nicho tejido de sacrificios, entrega, superación y sufrimientos, pero también de unos vínculos sólidos fruto del amor mutuo donde somos queridos no por lo que tenemos, ni por lo que merecemos sino por lo que somos. Un lugar donde lo más importante no es sentirse bien, ni ser felices, sino entregarse sin medida para que los demás sean felices. Es el tesoro que nos están robando y que debemos recuperar.

 JUAN A. GÓMEZ TRINIDAD