“Pasando junto al lago de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando las redes en el lago. Jesús les dijo: Venid conmigo y os haré pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron”. (Mc 1, 16-18)
El relato de la vocación de los apóstoles es una invitación a valorar la vocación sacerdotal y la vida religiosa. Para muchos se trata de una opción imposible debido al voto de castidad. Ignoran, los que así opinan, la verdadera fuerza del amor. Porque el fondo de la vocación consagrada y sacerdotal es precisamente el amor: se ama tanto a alguien que se está dispuesto a renunciar a algo legítimo y bueno, como tener una familia, para dedicarse por entero al Señor y a las cosas de Dios, a la evangelización. ¿Hay mayor prueba de amor que esa?. La vocación nace del amor y el celibato es una llamada a la plenitud del amor, aunque en realidad esto sólo lo pueden entender los que están o han estado verdaderamente enamorados.
Pero detrás de este texto está también una lección para todos, casados incluidos. Porque hay también una vocación a seguir a Jesús en el propio estado y a seguirlo con radicalidad, con seriedad, con plenitud. La vocación a la santidad es común para todos y si no existen las dificultades del celibato o de la obediencia existen las de la convivencia, la educación de los hijos o el testimonio de la propia fe con una vida coherente y honrada en medio de un mundo cada vez más alejado de Dios. A todos Dios nos llama a seguirle, cada uno en su estado. Y espera que respondamos como los apóstoles: inmediatamente. Porque seguir al Señor es lo mejor que nos puede pasar. Un ejemplo concreto es el de San Pablo; por su conversión, miles de personas se hicieron cristianos y muchos millones se han acercado a Dios gracias a sus cartas; ¿qué habría sucedido sin esa conversión? ¿qué habría sido de él?