“Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre”. (Jn 12, 27-28)
El Cristo que nos muestra el evangelista San Juan, en esas horas previas a la agonía del huerto y a la crucifixión, es el hombre-Dios que, a pesar del miedo ante la tortura y la muerte que se le avecina, está decidido a ir hasta el final en el cumplimiento de su misión: la salvación de los hombres. Pero también es el hombre-Dios que sabe que llevar eso a cabo le va a suponer un sufrimiento infinito, a pesar de lo cual opta por seguir adelante. Por lo tanto, Cristo supo en todo momento lo que le esperaba y no pudo evitar que el miedo le turbara y que le tentación de huir le asaltara. Sin embargo, aun teniendo eso en cuenta, decidió continuar y le suplicó al Padre que le diera la fuerza que necesitaba para llevar a cabo su obra.
Nosotros también temblamos ante el dolor, ante las pruebas, las que tenemos o las que prevemos. Es lógico. Es humano. Si no nos ocurriera eso habríamos dejado de ser seres humanos. No nos tiene que asustar sentir miedo o tener ganas de dar la espalda a los problemas. Pero debemos recordar el ejemplo de Cristo y hacer como Él: pedir a Dios su ayuda –sin la cual no podemos hacer el bien- y seguir adelante, siendo fieles a lo que el Señor nos pida en cada momento, siendo especialmente fieles al cumplimiento de nuestras obligaciones, tanto laborales como familiares y eclesiales. Esto es especialmente importante en un momento como éste, con tantos divorcios. Recordemos una vez más la oración que San Agustín dirigía a Dios: “Da lo que pides y pide lo que quieras”. O dicho de otra forma: “Señor, ayúdame a no huir, a hacer tu voluntad, a subir a la cruz. Me siento débil y sin fuerzas, pero aunque yo no puedo tú sí puedes”.