Desde Tales de Mileto, en el siglo VI antes de Cristo, el legado del conocimiento se fue incrementando y propagando de forma ininterrumpida en medio de guerras, cambios de religión dominante, así como caídas y surgimientos de nuevos imperios. Sin embargo, se suele oír que el mundo clásico desapareció con la caída del Imperio romano y la llegada del cristianismo.

El otro día vimos cómo el saber se propagó independientemente de esta circunstancia. Uno de los agentes principales fue el islam, que ayudó a que Occidente pudiera tomar el relevo años después, pero también los propios cristianos tuvieron un papel decisivo.

El Imperio romano se dividió en dos en el año 395, con motivo de la muerte de Teodosio, que dejó una mitad para cada uno de sus dos hijos. Así que, cuando se habla de la caída del Imperio romano en el año 476, nos estamos refiriendo a la parte occidental. La oriental, también llamada Bizancio, se mantuvo muchos siglos más, hasta 1453, cuando Constantinopla, actualmente conocida como Estambul, cayó en manos de los musulmanes. De modo que el saber también se propagó en el Imperio romano Oriental, netamente cristiano, incluso a pesar de que parte de su territorio fue progresivamente conquistado por los musulmanes. Es más, en el mundo islámico, los cristianos —muchos de ellos nestorianos— junto con los judíos, colaboraron activamente en la transmisión del saber clásico a los dominadores de la zona, los musulmanes. Un buen ejemplo es el obispo sirio Severo Sebokht (575-667), quien escribió sobre lógica, astronomía y teología, y es considerado el primer intérprete medieval de Aristóteles. Sebokht es también el primero en el mundo mediterráneo en mencionar las cifras indias, posteriormente conocidas como arábigas, que hoy conocemos como sistema decimal.

¿Y en el Imperio romano occidental? La filosofía no fue tan relevante como en Oriente y la ciencia tampoco alcanzó grandes cotas. Otra cosa son las colosales obras de ingeniería que se lograron, pero eso es más una aplicación del conocimiento, que residía principalmente en Oriente. De modo que no se perdió tanto cuando se llegó a los “años oscuros”, término despectivo que se asigna con frecuencia a la Europa medieval, heredera del Imperio romano de Occidente.

Se puede objetar que ya tuvieron tiempo en Occidente para situarse al nivel de Bizancio, pero se olvida la dramática situación que se vivió tras la caída del Imperio romano de Occidente. Por el norte se recibían las invasiones bárbaras, mientras que los musulmanes amenazaban por el sur y lograron someter prácticamente toda la península ibérica. A Europa occidental no le quedó más remedio que dedicarse a sobrevivir, de modo que quedó aislada del conocimiento de Oriente.

Con todo, los monasterios se convirtieron en los principales núcleos de conocimiento durante este periodo. Estos avanzaron a medida que llegaban textos de Oriente y, más adelante, del sur, con la Reconquista de España. Por otro lado, en medio de tanta contrariedad, podemos encontrar algunas figuras enciclopédicas como San Isidoro de Sevilla (560-636), famoso polímata que recogió y sistematizó el saber de su tiempo, o San Beda el Venerable (672-735), quien en su obra “La naturaleza de las cosas” abordó numerosas cuestiones científicas. Por ejemplo, reconoció empíricamente que había una conexión entre la Luna y el comportamiento de las mareas a pesar de no contar con una explicación completa del fenómeno como la proporcionada más tarde por Newton con su teoría de la gravitación.

Más adelante podemos citar al Papa Silvestre II (945-1003), quien ayudó a preservar y transmitir conocimientos matemáticos, astronómicos y tecnológicos de las culturas clásica e islámica a la Europa cristiana. Y después suya cada vez iremos encontrando más y más intelectuales de renombre, un síntoma de que el viejo continente iba poco a poco avanzando en el camino de la sabiduría.