“¿No es éste el carpintero, el hijo de María?.... Y desconfiaban de Él. Jesús les decía: No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa”. (Mc 6, 3-5)

 

La violenta reacción de los paisanos de Jesús contra él, con motivo de la visita del Señor a Nazaret, que es recogida en el texto del Evangelio de este domingo, se debió a algo tan sencillo como una corrección, una crítica, que Cristo se atrevió a hacerles. Hay mucha gente así. Todo va bien con ellos mientras les das la razón. Todo va bien mientras les dices que son buenísimos. Pero si te atreves a disentir en algo o a pedirles que cambien en alguno de sus comportamientos, reaccionan contra ti con gran virulencia, a veces incluso con calumnias.

Es una pena, porque si tuvieran humildad podrían cambiar y entonces mejorarían notablemente. Además, es muy frecuente que esas personas, aquejadas del defecto de la soberbia, tengan muy buenas cualidades en otros aspectos. Estarían realmente en el camino de la santidad y de la perfección con sólo aceptar las correcciones. Todo se lo toman como algo personal, como una falta a su honor, como una injusticia, y al rechazar las críticas se impiden a sí mismas la posibilidad de mejorar, de completar sus muchas virtudes.

En todo caso, esta semana debemos procurar no ser nosotros los que incurran en ese defecto, no sea que, dándonos cuenta de lo que hacen mal los demás, no nos percatemos de que el pecado de la soberbia también anida en nuestro corazón. A la vez, tenemos que procurar, si nos vemos en la obligación de corregir a alguien, hacerlo con el mayor tacto, con la mayor caridad posible, para que no sean las formas las que impidan recoger los frutos de la conversión.