SAN BERNARDO. El siglo XII de la Europa cristiana, libro que en España fue publicado por Rialp en 1963, es sin duda la más completa biografía del Doctor Melifluo. Fue escrita por el monje trapense Ailbe J. Luddy, O.C.S.O. Y es el trabajo indicado para reproducir sus investigaciones sobre la historia maltrecha de los restos del santo que hoy celebramos.
El 18 de enero de 1174, el papa Alejandro III incluyó solemnemente a Bernardo en el catálogo de los santos y publicó al mismo tiempo la misa y el oficio -que él mismo había compuesto- para la nueva fiesta. Cuatro años después de la canonización, los sagrados restos fueron colocados en un mausoleo en la iglesia de la Abadía de Clairvaux.
[Veneración de las reliquias de san Bernardo en la iglesia de Clairvaux. Ilustración del Miroir Historial (1400-1410). Koninklijke Bibliotheek. La Haya]
En el segundo traslado de los restos, Enrique, entonces abad de Clairvaux, separó un hueso de un dedo, que regaló al rey Enrique II de Inglaterra en compensación de la liberalidad del monarca al facilitar los medios necesarios para colocar una cubierta de plomo sobre el tejado de la iglesia de la abadía.
Entre los años 1330 y 1348, durante la administración del abad Juan d´Aizanville, se sacó de la tumba la cabeza del santo y se encerró en un rico relicario de plata. La república genovesa, que siempre había considerado al santo abad como uno de sus patronos principales, consiguió un pequeño hueso en el año 1663.
El esqueleto permaneció por lo demás intacto hasta 1792, en que por orden del gobierno republicano de Francia, la abadía de Clairvaux fue secularizada y sacada a pública subasta. Así el hogar de San Bernardo y de sus hijos durante casi setecientos años pasó a manos de un caballero llamado Pierre-Claude Canson. Este emprendedor ciudadano decidió convertir la iglesia en una fábrica de cristal. Encontrándose con las tumbas de los santos Bernardo, Malaquías, Eutropio, Zozima y Bonosa, se dirigió a las autoridades civiles para que le permitiesen quitarlas. Le dieron el permiso; el gobierno ordenó que se exhumaran los huesos y se volviesen a enterrar en el cementerio de la parroquia y envió a un arquitecto para vigilar el cumplimiento de esta orden. Este arquitecto, que al parecer era menos fanático o más prudente que sus superiores, hizo que se abriera las tumbas y se sacaran los huesos en presencia de una inmensa muchedumbre; pero observando la devoción del pueblo, decidió no enviar las reliquias al cementerio común hasta haber explicado la situación a las autoridades. El gobierno, por consejo del arquitecto, permitió que los sagrados restos fueran trasladados a la iglesia de Ville-sousla-Ferté en tres cajas de madera el 8 de mayo de 1796. Pero los mausoleos fueron derribados, y el mármol y lo ataúdes de plomo se vendieron en pública subasta a beneficio de la república.
Otro funcionario que presenció la apertura de las tumbas, M. Delaine, administrador del Directorium de Bar-sur-Aube, nos ha dejado el siguiente informe:
“En 1793, siendo administrador del Directorio de Bar-sur-Aube, asistí con tres colegas míos a la apertura de ciertas tumbas de la iglesia de la abadía de Clairvaux, donde se iba a establecer una fábrica de cristal. En la tumba de San Bernardo había un ataúd de plomo que contenía los huesos del esqueleto de un hombre cuya cabeza había sido quitada. Estos huesos estaban envueltos en una mortaja de hilo fino, pero un poco descolorido, que a su vez estaba envuelta en un trozo de tela de seda y lana. Otra tumba, la de San Malaquías, contenía también un ataúd de plomo en el que había un esqueleto completo de hombre con todos los dientes. En estas tumbas que eran de mármol, encontramos rollos de pergaminos que tenían inscripciones ilegibles en caracteres góticos. Me guardé algunos trozos de la mortaja de San Bernardo y de la tela que la cubría y también algunos huesos de sus manos y un diente de San Malaquías, que permanecieron en mi poder hasta 1814 en que se perdieron debido a los azares de la guerra. Actualmente sólo poseo un trozo de la cubierta exterior de los huesos de San Bernardo, de seis centímetros de largo por cuatro de ancho, que difieren de ambos lados: un lado es de color azul celeste, el otro lado es de color oro con el león en azul”.
Las tres cajas que contenían, una los huesos de San Bernardo; otra los de San Malaquías, y, la tercera, los de los bienaventurados mártires fueron depositadas sin novedad en la sacristía de Ville-sousla-Ferté y allí permanecieron seguras, pero olvidadas hasta 1837. En aquel año un buen cura de la parroquia alcanzó la inmortalidad por un acto peregrino… bueno, llamémosle imprudencia. Echó en una caja el contenido de las tres cajas; ¡y de esta manera, después de sufrir las vicisitudes de siete siglos, las reliquias de San Bernardo y San Malaquías perdieron al fin su identidad por el increíble atolondramiento de un cura de parroquia económico! Todos los intentos para distinguir los huesos han sido infructuosos hasta ahora.
Gracias a la previsión de Louis M. Rocourt, último abad de Clairvaux, los cráneos de los dos santos se han conservado para la devoción de los fieles. Al estallar la revolución, éste prudente superior trasladó las sagradas reliquias de sus urnas de plata a vulgares cajas de madera. Los codiciosos funcionarios del gobierno llegaron a su debido tiempo y, como el abad se había figurado, se llevaron los relicarios vacíos.
En 1813, por uno u otro motivo, regaló sus inapreciables tesoros, debidamente identificados, a un piadoso caballero, el Barón de Caffarelli, prefecto de Aube, quien se lo entregó al obispo de Troyes. Todavía se conservan en la catedral de esa ciudad, encerrados en el magnífico relicario. Sus huesos yacen en el mismo ataúd mezclados indistintamente y sus cabezas se hallan encerradas en una urna común.
En Troyes se conserva otra preciosa reliquia: la Biblia manuscrita que él estudió con tanta asiduidad. Muestra señales de haber sido muy usada; las hojas que contiene el Cantar de los Cantares están especialmente desgastadas.