Nunca me gustaron las despedidas. Recuerdo aquellos veranos de adolescencia y juventud en los que durante tres meses exprimíamos todo el meollo a la vida sin hora de entrada ni salida. Eran meses de compartir una amistad envuelta en esa fantasía dramatizada llamada adolescencia, en la que todo parece más de lo que es, que une amistades para toda la vida, aunque no las vuelvas a ver. Una mañana de Feria me di un paseo por los stands y, siendo una mañana tranquila, de uno de ellos se escapaba cierto jaleo. Me acerqué para ver qué vendían y me encontré que no, que no vendían nada. En ese stand se regalaban sonrisas. Sí, sí, sonrisas a pares, canciones, simpatía por un tubo para todo aquel que se atreviese a acercarse a semejante tropa de monjas ataviadas con un escapulario precioso, con la imagen de Guadalupe bordada entre rosas, un velo largo hasta los tobillos y una alegría que , hasta entonces, era para mí muy desconocida en una monja. Despedirme de ella me ha dolido. Con ella he compartido oraciones y enseñanzas en momentos no precisamente agradables. Alguna conversación en la que yo no veía más allá de mis narices y a ella se le quedaba pequeño el sol, el universo entero, y me enseñaba donde se sentaba Dios para que yo lo viera. Hemos compartido peregrinaciones, que yo recuerde, a Lourdes una, y a Medjugorje como poco tres, pero creo que alguna más, sobre todo en el Festival de Jóvenes.
Al final, las despedidas eran durísimas. Cada uno de nosotros volvíamos a nuestra rutina, tan alejada y diferente de lo que habíamos vivido con tanta intensidad desde junio a septiembre. En Piedrahita, donde pasé aquellos veranos, recuerdo como el último día de verano, el Domingo de Fiestas, con el castillo de fuegos artificiales se quemaban unas páginas escritas en papel reciclado, nada importante a la vista de lo que deparaba luego la vida. Esa misma noche, las despedidas. Lágrimas, abrazos, números de teléfono y direcciones de correo postales circulando en servilletas de papel de bar, que se borraban con la penúltima copa compartida.
Hace un tiempo decidí que un huevo, que ya no me iban a acogotar las despedidas, y durante años así ha sido, hasta este mismo día.
Esta mañana, la hermana Ángeles se ha marchado a Colombia. Ha regresado a su patria después de cinco años en España, y se ha ido sin billete de venida.
Hace, por estas mismas fechas cuatro años, conocí en la Feria de Valencia a las Hermanas Guadalupanas. Yo trabajaba en Alba y en la Feria de las Familias, durante el EMF que trajo a España a Benedicto XVI, el semanario disponía de cuatro stands en dicha feria. Por allí estaba Rafa, en el stand del Foro de la Familia. Rafa es un tipo para conocerlo. Yo no sé si llamarlo mi hermano mejor o mi mayor amigo, porque es una mezcla de ambas cosas difícil de combinar y de separar al mismo tiempo.
Allí estaban las hermanas Margarita (foto), Paloma, María Jesús, Nazareth, María Estela, Luz de María y Bernardita. Con ellas estaba Azucena, que ya se ha ido al cielo, la citada hermana Ángeles, que parecía la más jovencita, y al frente de todas ellas estaba mi ‘mamita’, la madre Andrea.
Sonreí al verlas. No sé por qué, pero busqué a Rafa en su stand y le dije: “Oye, vente a ver esto. Hay unas monjas muy friquis allí”. Rafa alucinó. En colores. Reconozco que yo bastante también. ¿De donde venía tanta alegría? ¿Cómo se atrevían a vestir así aquellas monjas? ¿De donde nacían esas sonrisas? ¿Por qué? ¿Qué tenían?
La madre nos invitó a una presentación que iban a hacer de la obra en una sala de conferencias como una hora después. Nos contaron un poco de donde venían, pero nos citaron para luego, y Rafa y yo nos organizamos para no faltar a tan extraña presentación. Y alli, a la hora preparada, entramos Rafa y yo en una sala vacía, en la que había más monjas que oyentes. Lo dicho: nosotros dos y unas cinco personas al fondo de la sala.
Rafa y yo nos sentamos como en la cuarta o quinta fila, y cuando las hermanas se disponían a poner en marcha una presentación en power point, el ordenador decidió dejar de funcionar echando a la calle a aquellas otras cuatro personas que estaban allí pero que en realidad, no querían. La Diosidencia dispuso que nos quedáramos sólo con ellas nosotros dos, y entonces la madre decidió que en vez de hacer una presentación sobre quienes eran… mejor nos lo contaban. Así estuvimos como una hora escuchando de boca de todas quienes eran, de donde venían, qué hacían y lo que querían. El flechazo fue fulminante. Digo flechazo porque así lo cuenta Rafa: “Tuve un flechazo espiritual en el que descubrí cual era mi sitio en la Iglesia”. Y fue más flechazo para Rafa que para mí, la verdad, pero los dos identificamos en ese agujero un nido donde reposar en momentos de esos en los que a Dios le da por jugar al escondite. Con ellas siempre se le pilla.
Tres semanas más tarde, Rafa y yo, acompañados del padre Cruz y de Carlos, nos fuimos a Medjugorje en furgoneta. Aquello fue una locura desde su inicio hasta meses después del regreso. Aún hoy colean muchos frutos de aquella experiencia de la que escribiré otro post más adelante. La cosa es que íbamos al Festival de Jóvenes de Medjugorje. Llegamos a una pensión cualquiera del pueblo una tarde, y la mañana siguiente vimos que, durante la noche, había llegado un grupo grande de españoles. Al salir al patio de la casa, dos inconfundibles hábitos guadalupanos conmocionaron a Rafa hasta nuestros días. Eran la madre Andrea y la hermana Azucena. Estaban acompañadas por un curita joven y risueño, con cara de pícaro, que se hacía el tímido como por prudencia, pero que vimos enseguida que se trataba de un incendiario enamorado de Dios, por las cosas que decía, por cómo confesaba y por cómo consagraba durante la Misa. Nos enteramos entonces que también existían hermanos Guadalupanos, y él, el padre Francisco, era el jefe, con apenas treinta años.
En aquel viaje no pasaron muchas cosas. Pasaron todas. Y una de ellas fue la convivencia con ellos tres. ¡Qué grande! ¡Qué semana! ¡Qué charletas hasta las dos de la mañana hablando de Dios, de la Virgen María, de sus secretos, de sus regalos, de sus deseos, añoranzas! Esta gente le conocía en persona. Era muy fuerte, de verdad. Algo nuevo y que necesitábamos.
El otoño siguiente conocimos a toda la comunidad, que en realidad eran las de Valencia y alguno más. Una de ellas es la hermana Ángeles, a quien hemos despedido hoy en Barajas.
Cuando la semana pasada la madre Andrea me dijo que Angeles se iba, me enfadé con ella. Así se lo dije, pero ella es sabia, una monja artera, de esas que rezan y rezan... Ángeles tiene allí una misión. Su vida sigue, su vocación crece en fortaleza, y hay mucha, mucha gente por la que me alegro, que la espera sin conocerla.
Ángeles nos ha dado mucho a todos. Nos levantaba el ánimo en esos momentos de toda peregrinación en que ante un imprevisto molesto, todo hijo de vecino se pregunta qué hace aquí. Entonaba una canción al Santísimo cuando a uno se le agotaban las palabras. Ángeles es un soporte, una amiga, una monja joven y enamorada de Dios que te hace quererle más.
Como os he contado antes, no me gustan nada las despedidas, pero de verdad, esta, sin gustarme, ha sido diferente.
En las últimas semanas me ha dado por pensar en el cielo. Hay dos personas cercanas a mí que están muy cerca de irse ya, y como también he dejado escrito, a mí me ha faltado poco no hace mucho tiempo. De camino al aeropuerto iba pensando en eso, en las despedidas, y me he dado cuenta de que una de las cosas que me molan del cielo, es que ya no hay despedidas. Ni finales de verano. Ni nuevas misiones. Allí se tiene todo para siempre. Allí se está siempre con todos. Allí, delante de Dios y con la Gospa, todo es bueno y nada termina. En su aeropuerto hay una única terminal y es solo de llegadas, no de salidas. El billete es gratis. Ya lo pagó Dios con su vida. Y aunque dé reparo quedárselo, siempre se puede encontrar un agente de viajes que te convenza para hacerlo. Como la hermana Ángeles.
¡Hermanita! Este Festival iremos a Medjugorje y no será del todo igual. Ni para mí, ni para Rafa, ni para las demás hermanitas, porque estarán ellas, pero no estarás tú. Pero ya sabe que nos vemos cada día en Misa, en el corazón de Dios vivo. Eso, me los has enseñado tú.
No sabemos cuando nos volveremos a ver, pero como muy tarde será en el cielo, y de allí ya no nos movemos, ni aunque sea la madre Andrea quien lo diga.
Por eso, y si nada lo remedia antes, hasta entonces, gracias, y que Dios la bendiga.