«Aquí no hacemos magia. Aquí solo hacemos milagros».
Son las palabras con las que el rector de un conocido santuario navarro, evangelizó a una persona que se acercó al templo para pedir un favor del santo.
Aunque en la Biblia aparece muy claro que a Dios no debemos tentarlo, ni usarlo de manera supersticiosa, la historia se repite una y otra vez. Desde el principio, la humanidad ha buscado aplacar el castigo divino y ganarse el favor de Dios, comprándolo con nuestras obras. La degeneración de esto es el recurso a Dios como quien acude a lo mágico, para que echando una monedita, recibamos a cambio el milagro.
Con esto no quiero hacer de menos a lo oración del pobre y del humilde, que le pide a Dios como niño y le ofrece lo único que está a su alcance. Dios conoce el corazón de las personas, y en los Evangelios, Jesús alaba a quienes tienen fe, ya sea como niños o como el centurión que cree en su autoridad para sanar.
Pero cuántas veces acudimos a Dios como los paganos que quieren comprarlo o domesticarlo a base de fórmulas y rituales vacíos que, en el fondo, no son sino expresión de una fe primitiva, que solo entiende de mercantilismos en los que el favor de Dios depende de la dádiva que le ofrezcamos.
A nuestros atrios de los gentiles acuden multitud de personas necesitadas, ya sea de un milagro o de un simple achuchón del amor de Dios que les recuerde que son hijos y que tienen un hogar donde pertenecen.
Pero los atrios de los gentiles, como los nártex para los catecúmenos, han caído en desuso en nuestra cristiandad tardía, y solo tenemos templos para los de dentro. Aunque, a fuerza de la secularización y la descristianización, la realidad es que ahora mismo precisamente esos templos son los atrios de los gentiles de antaño. Siempre digo que el atrio de los gentiles más grande que conozco es la plaza de San Pedro, cuando no la misma basílica petrina, adonde cada día, cada mes y cada año, cientos de miles las personas de todo credo, raza, lengua y nación, se acercan maravillados por el arte, la historia y la tradición.
Por eso, nos pone en evidencia la pseudo-fe de tantos que se acercan a los lugares santos con mente de profano e instinto de pueblo (de hijos), buscando el favor de un Dios que desconocen. Cuando nos piden una bendición, o una estampita, no se la neguemos. Pero deberíamos decir siempre aquello del rector: «Ojo, de mil amores te la doy, pero aquí no hacemos magia…aquí se hacen milagros».
Una Iglesia de los Hechos es aquella que acompaña los signos a la predicación. El "mirad como se aman" es la respuesta de la gente ante la comunidad de los discípulos. No hay signo mayor que la comunidad de la que emana la acogida a todos, vengan como vengan, en el hogar del Padre, cuya casa espiritual es la Iglesia.
Del amor, a la acogida, a la predicación tendría que haber solo un paso. Y si la predicación es genuina, ungida por el poder de Dios, segura de la fe que profesa, y del valor del sacramento y la fe que llama al sacramental, sabemos que debe ir acompañada del signo de Dios.
Conozco muy poca gente que se haya quedado indiferente ante un gesto de oración de un cristiano por su dolor, su enfermedad o su necesidad. Sé por fe y por experiencia, que Dios bendice a manos llenas y está siempre "emitiendo" su bendición. Ya lo dijo Jesús: nadie que pida, deja de recibir. La bendición de Dios llega a los hijos, a los buenos, a los malos, a los santos y a los pecadores, basta pedirla y acogerla con gratuidad.
Tan solo hace falta que nos hagamos conscientes de que somos nosotros los enviados a ser medio para la bendición de Dios.
Y de verdad, no hace falta ser un carismático de pedigrí para orar con fe y que Dios actúe. Me encanta lo que decía el padre Segundo Llorente S.J. tras décadas en Alaska con los esquimales. Decía algo así como que él se daba por satisfecho con haber conseguido que aquellas gentes se persignaran en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Estoy seguro de que muchos recibieron un toque de Dios cuando aquel sacerdote inasequible al desaliento, simplemente dio su bendición a quienes no entendían nada más.
Por testimonios así, y por tantas experiencias como la del rector, y tantas gracias que hemos visto derramadas allá donde hay fe, yo creo que es hora de que nos dejemos de tonterías y nos abramos a la posibilidad de que Dios quiera hacer un milagro a través de nosotros. Ya sea en nuestras iglesias, en sus atrios, en los campos o en nuestras casas. Abrámonos a la posibilidad de que Dios quiera ejercer su toque sobre quienes lo necesitan y sin saberlo lo buscan.
Basta hacer lo que se cuenta el Evangelio: anunciar la buena nueva a quienes se acercan y esperarlo todo de Dios…
Ellos se fueron a predicar por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban (Marcos 16,20)