Sigo vivo.

 

Mi ausencia de estos lares se ha debido a un viaje a Bolivia que inicié el pasado 5 de junio y puedo dar por terminado hoy, que he vuelto al trabajo, aunque lleve en nuestra bendita España desde el día 19.

 

Marché al mundo precolombino con Ayuda a El motivo era recoger todo tipo de información para desarrollar una nueva campaña en otoño. Todo iba bien hasta que me quedaban tres días de viaje. YA habíamos visitado la selva, la ceja, varias ciudades y comunidades religiosas, y habíamos conocido buena parte del Altiplano. De hecho llevaba cinco días a más de cuatro mil metros cuando, después de hacer unas fotos a la recién construida catedral de El Alto, dejé de respirar. Mejor dicho, aunque respiraba, era como no hacerlo.

 

El temido sorochi me pegó más fuerte que la cruda realidad social del altiplano, donde la cerrazón de la cultura aimara y el intempestivo escenario impide que la esperanza del Evangelio cale en esas gentes duras y ásperas como pocas veces he visto. Nada que ver con los quechuas y guaraníes, gente abierta al intercambio, aunque luego, después de escucharte y escucharlo, te hagan o no mucho caso.

 

El altiplano es durísimo. Ya había conocido escenarios difíciles no solo para la superviviencia, sino para el desarrollo afectivo de las personas que los habitan: el desierto, el kurdistán sirio o la estepa kazaja son lugares inhóspitos en el que la inculturación del Evangelio ha supuesto para el espíritu de sus habitantes algo parecido a lo que supone el descubrimiento de un manantial para sus cuerpos.

 

Pero el altiplano es más difícil que el desierto, pues es un desierto a cuatro mil metros de altitud. Más que la estepa, pues ni si quiera por los meses más favorables en lo climático crece una brizna de hierba. Más que los poblados kurdos, pues su pobreza no es solo material, sino también espiritual. El kurdo guarda esperanza. El aimara del altiplano, la esconde.

 

Allí arriba he conocido rituales precolombinos que dan miedo. En el pueblo de Macha, cada año celebran la fiesta de la Cruz con el tinku o baile del encuentro, donde la sangre humana corre para regar la madre tierra, a bofetada limpia. Extraña manera de meter a Cristo en una pelea.

Me he visto mezclado entre la turba de un linchamiento, algo bastante habitual en Bolivia y permitido por en esa Ley Comunitaria que ampara sin delimitarla. He compartido habitación de hospital con el apuñalado que sobrevivió a una reyerta. El otro murió.
He recogido en la carretera a una señora aterrorizada ante la idea de hacer noche en casa ajena por miedo a los cari caris, una versión altiplánica de nuestros legendarios sacamantecas.

 

Pasar dos días en un hospital de un país pobre es una experiencia que te pone muy en tu sitio. Casi la espicho, pero fue que no. Dios ha preferido que lo cuente, y gracias que le doy porque la idea de morir lejos de mi gente, me cabreó por momentos. No era morir lo que me ponía de mal humor, pues esa es la manera que tengo de ver la cara a la mujer más guapa que ha pisado la tierra, de ponerme en manos de Dios y de no volver a necesitar ese oxígeno que me faltaba como el frío a una nevera. Pero morir fuera de España, me sentaba fatal.

 

La cosa es que he vuelto y me he traído mucho más que una experiencia profesional. Ha sido vital y espiritual. LA verdad es que cada uno de estos viajes es así, pero en este caso, ha sido más. Cerrar los ojos pensando que te mueres con la calma del que se sabe acogido por su Padre en el cielo, es una pasada. Los creyentes, los que tenemos el don de la fe, no sabemos los que tenemos. Yo lo he experimentado ese ese momento.

 

Bueno, solo quería saludar y contar por qué he desaparecido durante más de un mes. Ya estoy recuperado, y la verdad, aunque la idea del cielo me mola bastante, me alegro de poder seguir compartiendo peregrinación en la tierra con todos los que os asomáis a este viaje escrito cada pocos días. Encima, con el Mundial que estamos haciendo, y casi me lo pierdo.

 

De , casi ni rastro. Tan solo una foto en un colegio de Cobija, territorio selvático, con unas palabras del padre Jozo.


Un abrazo.