¡Oh Dios!, meditamos tu misericordia en medio de tu templo: como tu renombre, ¡oh Dios!, tu alabanza llega al confín de la tierra; tu diestra está llena de justicia ((Sal 48(47), 10s).
En medio de ese templo en cuya construcción entramos los creyentes (cf. Ef 2,19-21). La asamblea eucarística es expresión de esta realidad. El misterio que en ella celebramos es el que hace de nosotros templo vivo de Dios y, en medio de esa comunidad de hermanos, se hace presente ese misterio de misericordia en la celebración.

Y es ahí, en medio de ese templo del que formamos parte y en el que se hace presente el misterio, donde meditamos esa misericordia de Dios manifestada en el misterio pascual. Meditación que no es un ejercicio intelectual, sino que todas esas cosas las meditamos en el corazón, como María (cf. Lc 2,19). No es ni malabarismo conceptual ni empastamiento sentimental. Es rumia cordial, desde el centro de nosotros mismo y con todo lo que somos.
Esta meditación de misericordia divina no queda encerrada en medio del templo, sino que, como si de la caja de resonancia de una cítara fuera, el misterio de misericordia rumiado cordialmente resuena en anuncio y canto de alabanza más allá de nosotros hasta el rincón más lejano; se une a lo que cielos y tierra narran de la gloria. Y el grado de comunión y de verdad en el que estemos como discípulos queda patente en el eco que trascienda más allá de nosotros.

Y no solamente se hace anuncio y alabanza, sino también confesión de que misericordia y justicia van de la mano, que no se contradicen, pues la justicia de Dios hacia nosotros se da sobre la misericordia de habernos creado. Y su misericordia salvadora sobre habernos juzgado como pecadores, pues, si no hubiéramos sido merecedores de condenación, no hubiéramos necesitado de su misericordia; si no fuera justa nuestra necesidad de compasión, ante Dios sólo tendríamos derechos.