—Querido Poncio, has sido mi escudero fiel, es más, has sido mi amigo. Desde mi destierro a Curubis, momento en el que decidiste dejarlo todo y seguirme libremente, comportándote como una auténtica Rut siguiendo a su suegra Noemí, has sido mi compañero y mi fiel amigo, pero en este viaje tú no me puedes acompañar. Nuestras vidas se separan aquí… aunque solo durante un breve espacio de tiempo, después del cuál, nos volveremos a reunir en las moradas celestiales.
En la oscuridad de la celda, apenas se vislumbra la figura del gran obispo de Cartago, Cipriano. Su fiel diácono, Poncio, llora mientras aprovecha los últimos momentos de vida con su maestro y padre espiritual. Mañana 24 de Septiembre de 258 tendrá una última comparecencia ante el Cónsul Galerio y si, cómo no puede ser de otra forma, se reafirma en la fe cristiana, será ejecutado a espada por decreto del emperador Valeriano.
—Con toda el alma me alegro de la gloria de mi señor Cipriano, pero todavía mayor es mi tristeza por no haber sido digno de acompañarte en ella—, responde Poncio en un susurro.
El diácono ha sido absuelto de compartir destino martirial con su obispo, por ser considerado por el tribunal, una figura demasiado intranscendente e irrelevante. Hasta ese punto llega la semblanza servicial, secundaria y prescindible de este diácono. Sin embargo sí es alguien importante para su obispo.
—Has sido fiel, amigo Poncio, sobre todo, en la adversidad y eso hoy en día es algo inusual. Las gentes son fieles a Roma y su poder. Temen más al César de la tierra que al rey de los cielos. Has sido un ejemplo que bien podíamos haber ponderado en aquellos momentos de controversia con los lapsi…,—el obispo detiene su comentario mientras parece perderse entre los recovecos de su memoria.
Cipriano fue la voz autorizada para que los lapsi, es decir, “los caídos”, los que abjuraron de la fe durante la persecución de Decio, pudieran volver al seno de la iglesia. Según el pensamiento de Cipriano en el concilio de obispos africanos convocado para resolver la cuestión, los lapsi podían reintegrarse en la vida de la iglesia después de sincero arrepentimiento y penitencias ejemplares. Firme ante la laxitud de algunos pero oponiéndose a la vez, al excesivo rigorismo de otros como los novacianos. No era asunto menor aquel que había costado tantos sacrificios y tanta sangre y Cipriano salvaguardó el equilibrio entre un Dios, justo juez y padre misericordioso.
—Hemos luchado grandes batallas por el bien de la iglesia y de sus ovejas, querido amigo y ahora estoy ante la mayor de todas que me traerá la gloria eterna. —resuena de nuevo la voz del obispo de entre la penumbra, volviendo al presente. —He pastoreado bien, con mucho amor hacia mis ovejas, con mucha dedicación y equilibrio. Dios me lo ha regalado así y tú también has sido un regalo del cielo para sentirme apoyado y acompañado. Esa ha sido tu misión. A partir de mañana empiezas otra…
—Me sentiré huérfano y perdido—señala Poncio con un punto de desesperación.
—El señor te consolará y te guiará en tu nueva senda… confía como lo has hecho siempre—concluye Cipriano y mientras aparece su mano de entre las sombras, bendiciendo a su diácono, los carceleros hacen acto de presencia en la mazmorra con estrépito y agresividad.
—Vamos mequetrefe, es hora de que te vayas o acabarás como tú jefe, aquí y ahora y sin sentencia ni público—advierte entre risas el más gordo con mirada cómplice a su subalterno.
Ante el caso omiso de Poncio y viendo que se agarra a la mano de su obispo a través de las rejas, al gordo se le borra la sonrisa de golpe y le hace un ademán al otro para poner solución a la arrogancia de la visita. Ambos soldados se lanzan hacia el diácono agarrándolo y pegándole en todo el cuerpo hasta que logran arrancarle de su obispo y lo sacan a patadas de la cueva pestilente y oscura.
—No vuelvas por aquí ¿me oyes?, Como vuelva a cruzarme tu fea cara te la rajo de parte a parte… sucio cristiano. —esto último lo suelta el gordo como el más despreciable de los insultos mientras escupe una bola de mucosa salivada verde, mirando con un odio furibundo al desgraciado visitante.
Poncio corre entre las callejuelas de Roma, más por la rabia y la impotencia de la situación que por miedo al seboso guardián. Vaga perdido sin rumbo ni luz por las calles sucias y oscuras, pensando en su vida y cómo la ha gastado gustosamente en servir y atender a su obispo, cómo el gran sentido de su vida ha sido asistir a este gran hombre que en pocas horas le dejaría huérfano.
Llega a orillas del Tíber que corre caudaloso y ajeno a las intrigas y odios humanos. El frescor del río le despeja un tanto y más sereno, consigue invocar una oración al señor para pedir consuelo y rumbo. Cansado se deja caer en la orilla y se descubre a sí mismo garabateando signos con los dedos en la arena. Por fin acierta a comprender lo que debe hacer: lo contará todo. Contará la historia de su obispo. Escribirá lo vivido con él y será como el epílogo de su historia. Sobre todo, pondrá mucha atención a los acontecimientos de mañana y describirá el martirio de su maestro fielmente, como un homenaje póstumo a una vida entregada a Jesucristo y a su iglesia. Todo gran hombre necesita un biógrafo que cuente su historia para que sea recordado.
Será el último servicio a su obispo.
Al fin y al cabo, quizás sea la obra más importante de su propia vida.
“Pero Rut dijo: No insistas que te deje ni deje de seguirte; porque adonde tú vayas, iré yo, y donde tú mores, moraré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios.” (Rut 1,16)
Juan Miguel Carrasquilla es autor de este blog.