Uno de los significados de la palabra “esquivar” es rehuir un encuentro, hacer todo lo posible para no verse, cara a cara, con alguien o algo que no queremos ver. El “fuego” del Espíritu no es algo que nos caracterice hoy en día. Somos pasivos, tímidos, temerosos, distantes y hasta rechazamos acercarnos demasiado a la fe. Las razones son muchas. Sobre todo en las últimas décadas hemos sido decepcionados por tantas cosas que preferimos guardar una cómoda lejanía en la cuestiones de fe. Tememos vernos comprometidos, porque sabemos que las fuerzas humanas no son capaces de mejorar todo lo que no funciona dentro y fuera de la Iglesia.
Se nos olvida que nada podemos sin Cristo (Jn 15, 5) y que en vano nos esforzamos intentando poner en pie lo que no construye Dios (Sal 127, 1). Los planes humanos terminan por caer, ya que sólo edificando sobre Roca tendremos la casa segura (Mt 7, 21-29)
El Espíritu actúa por doquier. Por todas partes el Espíritu toma la palabra. Sin duda, antes de la Ascensión, el Espíritu del Señor ha sido dado a los discípulos cuando el Señor les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados, Dios se los perdonará; y a quienes se los retengáis, Dios se los retendrá.” (Jn 20,22) Pero antes de Pentecostés, no se oyó la voz del Espíritu Santo, no se vio brillar su poder. Y su conocimiento no llegó a los discípulos de Cristo que no habían sido confirmados en su coraje, ya que el miedo los tuvo encerrados en una sala con las puertas cerradas. Pero, a partir de este día de Pentecostés, “la voz del Señor se cierne sobre las aguas, la voz del Señor descuaja los cedros, la voz del Señor lanza llamas de fuego...en su templo, un grito unánime: Gloria!” (Sal 29(28),3-9). (San Elredo de Rieval Sermón sobre la siete voces del Espíritu Santo en Pentecostés)
Hoy en día nos parecemos mucho a los Apóstoles y Discípulos, antes de Pentecostés. Tememos y desconfiamos. Sentimos que la arena de la vida nos traga a medida que nos movemos. Tampoco somos capaces de vivir una verdadera fraternidad entre nosotros. Nos separan tantos asuntos secundarios, que preferimos convivir en comunidades cada vez más pequeñas y cerradas. En cierta forma nos sucede algo similar al momento en que Cristo grita en la Cruz: “Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34).
Hasta hace poco tiempo, una década o dos, todavía existían “chimeneas” a las que acudir para ascender hacia una espiritualidad más cercana a Dios. Las chimeneas funcionan porque en la parte baja hay aire o gases calientes que se comunican internamente con una zona más alta donde la temperatura es más baja. El aire caliente asciende porque pesa menos que el frío y se genera un flujo ascendente que eleva el aire caliente. Hoy en días ya no existe ese calor, esa inquietud de esperanza, que nos permitía unirnos y unidos, ascender. Parece que el Espíritu Santo ya no calentara nuestro corazón con las llamas de fuego. Las desconfianzas y el maltrato enfría toda esperanza en nosotros. Acostumbrados a que las jerarquías eclesiales y terrenales sean quienes se ocupen de todo, preferimos esperar en la fría oscuridad de un rincón del alma. ¿Esperar a qué? Sin Esperanza no hay espera posible. Sin esperanza nuestro corazón no arde cuando el Espíritu se acerca a darle fuego. La Esperanza es el combustible del alma, lo que hace que contagiemos la fe y nos prendamos unos a otros. Sin Esperanza, nuestro corazón se cierra a la acción del Espíritu.
La gran pregunta es ¿Cómo abrir la puerta que tenemos cerrada? La puerta en la que llama el Señor para que le invitemos a entrar (Ap 3, 20). No es nada sencillo, porque lo primero es despojarnos de los muros que hemos creado. Muros de rechazo y también, de indiferencia. Hay que orar para que Cristo cure nuestras heridas y nos ayude a dar ese primer paso. Después debemos beber la medicina de la confianza y la paciencia. La Gracia de Dios es la medicina que nos permite decir con humildad y sencillez: hágase en mi tu Voluntad Señor. ¿Después? Esperemos a que el Espíritu Santo llene todos los vacíos que han dejado las murallas derruidas. Sólo entonces podremos decir:
Hijos de Dios, aclamad al Señor,
aclamad la gloria y el poder del Señor,
aclamad la gloria del nombre del Señor,
postraos ante el Señor en el atrio sagrado.
La voz del Señor sobre las aguas,
el Dios de la gloria ha tronado,
el Señor sobre las aguas torrenciales.
La voz del Señor es potente,
la voz del Señor es magnífica,
la voz del Señor descuaja los cedros,
el Señor descuaja los cedros del Líbano.
Hace brincar al Líbano como a un novillo,
al Sarión como a una cría de búfalo.
La voz del Señor lanza llamas de fuego,
La voz del Señor sacude el desierto,
el Señor sacude el desierto de Cadés.
La voz del Señor retuerce los robles,
el Señor descorteza las selvas.
En su templo un grito unánime: «¡Gloria!»
El Señor se sienta por encima del aguacero,
el Señor se sienta como rey eterno.
El Señor da fuerza a su pueblo,
el Señor bendice a su pueblo con la paz.
(Salmo 29 (28))