Durante la Última Cena, antes de afrontar los acontecimientos dramáticos de la pasión y muerte en la cruz, Jesús promete a los Apóstoles el don del Espíritu. El Espíritu Santo tendrá la misión de enseñar y recordar sus palabras a la comunidad de los discípulos. El Verbo encarnado, a punto de volver al Padre, anuncia la venida del Espíritu Santo, que ayudará a los discípulos a comprender a fondo el Evangelio, a encarnarlo en su existencia y a hacerlo vivo y operante a través de su testimonio personal[1].
Desde entonces, los creyentes continúan siendo guiados por el Espíritu Santo. Gracias a su acción comprenden, cada vez con mayor conciencia, las verdades reveladas. Esto lo subraya el Concilio Vaticano II a propósito de la tradición viva de la Iglesia, que con la ayuda del Espíritu Santo… camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad divina, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios (Dei Verbum 8).
Ya desde los comienzos, la comunidad apostólica de Jerusalén se siente responsable de conservar fielmente el patrimonio de verdad que Jesús le ha dejado. También es consciente de poder contar con la asistencia del Espíritu Santo, que guía sus pasos; por eso, recurre dócilmente a Él en cada ocasión. Lo vemos, asimismo, en la narración de la primera lectura de hoy, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles.
Pedro, Santiago, Pablo y los demás Apóstoles son plenamente conscientes de la tarea que les ha confiado el Señor. Deben proseguir su misión salvífica con generosa disponibilidad al Espíritu Santo, para que por doquier se difunda el Evangelio, semilla de nueva humanidad. Esta es la lección que nos da hoy la Palabra de Dios: cómo nosotros, invocando al Espíritu Santo, preparando la ya cercana celebración de Pentecostés, le pedimos auxilio para nuestra debilidad, fortaleza para ser sus apóstoles, para evangelizar, para recrear en el mundo esta nueva humanidad. Esta es una condición indispensable para que el reino de Dios avance por los caminos de la historia.
Sucede en estos mismos días con idéntica realidad que en siglos pasados, con el mismo empeño con que los apóstoles salieron del Cenáculo para evangelizar por todas partes, hasta dar la vida. Nos lo dice hoy Jesús en el evangelio: Os lo digo ahora, para que estéis preparados. Que no tiemble vuestro corazón. No seáis cobardes. Estoy a vuestro lado, estoy con vosotros. Os envío al Espíritu Santo. Preparad vuestro corazón para evangelizar, para decir a todos que Cristo ha resucitado de entre los muertos.
Celebramos hoy a San Felipe Neri (1515- 1595), llamado el Apóstol de Roma, fue el fundador de la Congregación del Oratorio, que constituyó la proyección de su espiritualidad. Una de las lecturas que Felipe y sus amigos preferían eran las cartas que los jesuitas, especialmente Francisco Javier, escribían desde la lejanísima Asia. En un momento dado fue tanto su entusiasmo que pensaron irse todos juntos a aquellas tierras de misión. Pero Felipe no se fiaba del fervor y la exaltación primera y quiso pedir consejo a un anciano santo monje benedictino, el padre Ghettini, que le respondió: -No partas, tus Indias están en Roma. Felipe comprendió que allí estaba su destino.
Lo que no es posible narrar es la atmósfera de simpatía que se respiraba en torno a Felipe, al que llamaban Pipo el Bueno. Era normal verlo jugando al tejo con los muchachos o en otras sorprendentes situaciones. Le gustaba, sobre todo, andar con los niños y los jóvenes. Él mismo jugaba con ellos y les hacía representar pequeñas comedias propias, para inspirar la piedad y la virtud. Les decía: Jugad, gritad, divertíos; lo único que os pido es que no cometáis un solo pecado mortal. Era un verdadero sembrador de alegría.
No soportaba que lo veneraran como a un santo y cuando se presentaba alguien con esta actitud, se divertía desconcertándolo. Solía decir a los que se asombraban: Estoy como una regadera, ¿no es verdad? También ocultaba los hechos sobrenaturales que le sucedían. El día de Pentecostés de 1554, mientras rezaba en las catacumbas de San Sebastián, se sintió tan arrebatado por el amor de Dios, que este amor en forma de globo de fuego le penetró en el pecho y le ensanchó tanto el corazón que le rompió dos costillas y le deformó visiblemente el costado. Los testigos cuentan que de su corazón provenía un calor abrasador, perceptible desde fuera, y un latido tan violento que a veces hacía temblar las paredes de la habitación. El santo no aludió nunca al hecho, sino en su vejez y a pocos amigos íntimos. Decía: Había pedido al Señor que me mandara un poco de Espíritu Santo..., pero me mandó tal cantidad que caí al suelo desmayado.
El “apóstol de Roma” tenía clarísimo que todo el bien que hacía a sus amigos no dependía de su voluntad ni del esmero que ponía en las cosas. Repetía siempre estas jaculatorias: Jesús mío, yo te lo he dicho, si tú no me ayudas, nunca haré el bien. Andaba muy demacrado, comía poco y dormía menos. Dios le dio la gracia de una muerte dulce y tranquila a los ochenta años. El 25 de mayo de 1595, tras pasar el día como de costumbre, murió a las 6 de la madrugada.
“La amable figura del Santo de la alegría mantiene intacta, todavía hoy, aquella irresistible fascinación que ejercía sobre cuantos se acercaban a él para aprender a conocer y experimentar las auténticas fuentes de la alegría cristiana[2]. Recorriendo la biografía de San Felipe nos sentimos, en efecto, sorprendidos y fascinados por el modo jovial y distendido con el que sabía educar, situándose junto a todos con fraternal participación y paciencia. Como es sabido, el Santo acostumbraba a recoger su enseñanza en breves y sabrosas máximas: Sed buenos, si podéis. Escrúpulos y melancolía, fuera de la casa mía. Sed humildes y sencillos. El hombre que no reza es un animal sin palabra. Y llevando la mano a la frente, La santidad consiste en tres dedos de espacio. Detrás de la agudeza de estos y de tantos otros ‘dichos’ es posible descubrir el agudo y realista conocimiento que él había ido adquiriendo de la naturaleza humana y de la dinámica de la gracia. En estas enseñanzas rápidas y concisas traducía la experiencia de su larga vida y la sabiduría de un corazón habitado por el Espíritu Santo. Estos aforismos se han convertido, ya, para la espiritualidad cristiana, en una especie de patrimonio sapiencial”.
PINCELADA MARTIRIAL
Con motivo del mes de mayo rescatamos este artículo del beato José Polo Benito, mártir y deán de la Catedral Primada de Toledo, escrito con motivo de la coronación de la Virgen de Guadalupe de Cáceres.
«A raíz de un sermón a poco más de tres lustros pronunciado, la Duquesa de la Vega -no sé si aún vive— arrancó de uno de sus dedos el anillo y entregándoselo al guardián, que era el P. Bernardino, acompañó el donativo con esta frase: -Para la futura corona.
Decadente por entonces la devoción, solo alentaba firme y briosa en algunos núcleos campesinos de Extremadura; zonas donde la geografía espiritual había mantenido, por fortuna, inaccesible a las irrupciones del positivismo contemporáneo. Al movimiento de restauración iniciado en Cáceres, sucedió otro de continuidad y coherencia; más integral, por lo tanto, dirigido por los franciscanos desde el punto y hora en que pusieron pie en aquellas ruinas hacinadas en montón por la inconsciencia de los unos y la avaricia de los otros.
Cuando el obispo de Coria, Dr. Pedro Segura, entró en la diócesis, luces de esperanza anunciaron el nuevo día extremeño. Hombre de Dios -corazón y mano ofrendadas a su servicio-, avivó en el pecho de sus hijos la llama amortiguada de la piedad guadalupense y este retorno a las tradiciones sociales en armonía y coordinación con los beneméritos afanes de la comunidad franciscana, hubo de marcar los hitos que, para bien de España, vivimos hoy. Y hecho ya en índice el historial de lo pasado, contemplad, lectores, el cuadro maravilloso de la coronación.
La fachada evocadora del monasterio por fondo. Al inclinarse sobre el muro los rayos del sol, las hileras de piedra venerable semejan franjas de oro; las figuras esculpidas en las gárgolas, en los frisos, en los capiteles, parece que se mueven con anhelos de vida. […] Dentro de la iglesia celebra de pontifical el Cardenal Primado. Nuestro Rey (Alfonso XIII), en el trono. En un plano más inferior del presbiterio, el Gobierno y los señores Obispos; tras de ellos la nobleza, los cabildos, diputaciones y ayuntamientos; más allá de la verja, que es prodigio de forja, el pueblo. Arriba, en la cumbre del altar, los ojos misericordiosos mirando maternales, la virgencita morena de Guadalupe.
Tres momentos pueden resumir la grandeza de aquel acto: cuando el Monarca impuso al Cardenal el collar de Carlos III; cuando el Purpurado colocó sobre el pecho de don Alfonso la medalla conmemorativa.
Acabada la misa, toma el Cardenal su báculo y se adelanta hasta la primera grada de la escalinata. Su voz temblorosa, espiritualizada, cae sobre al alma del pueblo pausada y solemne.
La Virgen de Guadalupe –dice- es nuestra Madre. La Virgen de Guadalupe es nuestra Reina. ¡Hijos de España! ¿Queréis a la Virgen de Guadalupe por Madre, por Reina?
Unánime, rotunda, clamorosa, la afirmación, resuena derramándose los ecos por valles y montañas. Y luego continúa:
Interpretando la voluntad y el espíritu de nuestro Rey, os digo, que en estos momentos va a poner su real bastón de mando a los pies de la Virgen y se lo entrega, como entregó un día a Jesucristo el reino de España, porque nuestro Rey es hijo de la Reina del cielo, la Virgen de Guadalupe. ¡Viva nuestro católico monarca!
Otra vez se renueva la consagración. En seguida, la coronación. Llevan a la imagen sacerdotes naturales de Guadalupe; es el alcalde portador de la corona. Cuando sale el magno cortejo por las puertas de bronce y el pueblo contempla a su Virgen, el clamor de los hurras, el volar de los aviadores, las campanas que retumban, constituyen un homenaje incalculable.
Son las doce del día, del día de la raza. La Virgen que enfervorizó a descubridores y colonizantes, está en el trono, y a ambos lados el Rey y el Cardenal, y tras ellos la nación en sus más genuinas representaciones. Ya tiene a sus pies el bastón real. Las augustas manos cogen aquella joya hecha de gratitudes y de ofrendas y adornan con ella la frente celestial de la Señora. Ese día tal y a tal hora, España y el cielo se han juntado en el beso maternal de mi Virgen de Guadalupe.
(Estampa, 23 de octubre de 1928).
[1] San JUAN PABLO II, Homilía en la parroquia romana de la Asunción de la Virgen María, 17 de mayo de 1998.
[2] Carta de san Juan Pablo II a los miembros de la Confederación del Oratorio en la celebración del IV Centenario de la muerte de San Felipe Neri, del 7 de octubre de 1994.