“Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre. Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: El celo de tu casa me devora”. (Jn 2, 13-17)
La escena de Jesús expulsando a los mercaderes del templo ha sido interpretada de muchas maneras. Una de ellas es la de considerar que se trata de una legitimación de la violencia cuando ésta se usa para causas justas. En realidad, Jesús se muestra irritado por la corrupción de la Religión, porque ésta es el corazón de todo lo demás y si la religión se pudre ya no hay esperanza de regeneración posible. Lo que está detrás es, pues, el “celo” de Cristo por la causa de Dios, que es también la causa de los hombres.
¿Tenemos nosotros ese mismo celo? ¿Nos preocupamos por los problemas de la Iglesia como si fueran los nuestros? ¿Estamos decididos a meternos en líos para ayudar a la Iglesia en la evangelización y en la lucha contra sus enemigos o, por el contrario, nos conformamos con criticar las cosas que no van bien? ¿Qué actitud tomamos cuando critican a la Iglesia? ¿No nos preocupa su situación económica? ¿Nos quedamos indiferentes cuando vemos que algunos se pasan a las sectas?
Cristo, presente en la Iglesia, su Cuerpo Místico, nos necesita para que ésta sea cada vez más santa, más auténtica. De nosotros depende, porque en buena medida son nuestros pecados los que afean su rostro. Pero de nosotros depende también salir en defensa de nuestra Madre, la Iglesia, no callar cuando se la insulta. Y hacerlo, ciertamente, sin ejercer la violencia, pero sin cobardía y sin ese tipo de prudencia a que estamos acostumbrados y que en realidad es un pecado de omisión.