La Santa Cruz protagoniza tres fiestas religiosas a lo largo del año litúrgico, por este orden: La adoración de la Cruz, el Viernes Santo; la Invención de la Santa Cruz, el 3 de mayo, en la que se conmemora su hallazgo por la emperatriz santa Elena; y la Exaltación de la Santa Cruz, que celebramos mañana, 14 de septiembre, que recuerda su recuperación y devolución en el año 628 por el emperador Heraclio, tras derrotar a los persas, quienes la habían saqueado de Jerusalén. Son muchos los pueblos cordobeses que dirigen su mirada a la Cruz y al Crucificado, en esplendorosas imágenes y ermitas. Por citar solo algunos, tenemos a Pedro Abad, que celebra el Santo Cristo de los Desamparados; en El Viso, el Santo Cristo de las Eras; en La Carlota, el Santísimo Cristo de la Misericordia, y en Hinojosa del Duque, el Santo Cristo de las Injurias, en una imagen impresionante de Castillo Lastrucci, que llegó al pueblo el 7 de septiembre de 1940, cumpliéndose ahora ochenta años, gracias a la gestión del entonces párroco de san Juan Bautista, Juan Jurado Ruiz. Surge espontánea la pregunta: ¿Qué sentido puede tener celebrar una fiesta que se llama «Exaltación de la Cruz», en una sociedad que busca apasionadamente el máximo bienestar? Y más todavía, ¿cómo celebrar la fiesta de una cruz, cuando tantas cruces se hunden en nuestras espaldas, en oleadas de dolor y sufrimiento por la pandémia imparable, dispuesta a asaltarnos en el momento más insospechado? Vivimos tiempos en los que todos experimentamos más intensamente nuestra fragilidad, tiempos de búsqueda frenética del remedio que alivie nuestros males. Y por eso, porque somos débiles, porque nos devora la angustia, los cristianos dirigimos mañana nuestra mirada a la Cruz, en la fiesta de su Exaltación, para descubrir en ella el amor poderoso y creíble de Dios. La historia carece de sentido si se nos arrebata la fe que no solo explica casi todo lo ocurrido, sino que pese a la secularización en este último siglo, todavía proporciona los elementos indispensables para dar sentido moral a nuestra conducta. En estos momentos terribles, cuando ni la naturaleza ni la historia nos ofrecen seguridad y sosiego, los cristianos debemos afirmar esa fe, tan debilitada por incesantes campañas de ridiculización. La bajeza moral que se burla de la oración, como si rezar fuera contradictorio con la investigación científica, es buen ejemplo del esperpento cultural en que nos hallamos. Nuestra fe es más necesaria que nunca en este momento, no porque sea un refugio frente al miedo a morir, sino porque constituye una gozosa esperanza de vida. En la noche del Viernes Santo de 2019, el papa Francisco cerró el Via Crucis, celebrado en Roma, con una intensa oración, de la que quisiera evocar algunos de sus anhelos: «¡Oh, Cruz de Cristo, símbolo del amor divino y de la injusticia humana, icono del supremo sacrificio por amor y del extremo egoísmo por necedad, instrumento de muerte y vía de resurrección, signo de la obediencia y emblema de la traición, patíbulo de la persecución y estandarte de la victoria! ¡Oh, Cruz de Cristo, hoy te seguimos viendo en los doctores de la letra y no del espíritu; en los voluntarios que socorren a los necesitados y maltratados; en los perseguidos por su fe! ¡Oh Cruz de Cristo, enséñanos que el alba del sol es más fuerte que la oscuridad de la noche, enséñanos que la aparente victoria del mal se desvanece ante la tumba vacía y frente a la certeza de la Resurrección y del amor de Dios, que nada lo podrá derrotar!».