Son muchos los que sostienen que la profanación de la tumba de quien fuera jefe de Estado de la nación española durante casi cuarenta años sólo es una maniobra de distracción destinada a tapar una verdadera revolución que se gesta en la sombra. Y siendo verdad que en la mente de muchos de los que nos gobiernan está presente esa subversión del modelo de convivencia, el desenterramiento de Franco no es una maniobra de distracción, sino, precisamente, uno de sus pasos clave.
La Transición española descansó sobre dos grandes principios: el primero, la reconciliación de los españoles y con ella la asunción de toda la historia española de los dos cuartos intermedios del s. XX, en otras palabras, tanto de la II República como de la Dictadura, sin vencedores ni vencidos. El segundo, el que se enunció como principio “de la ley a la ley”, lo que, en suma, significa que fue una ley franquista votada y aprobada en las cortes franquistas, y no otra cosa, la que dio paso, abrió la puerta, a la democracia en España. En otras palabras, la democracia como consumación y colofón de un régimen que aunque largo, estaba llamado a ser sólo excepcional.
La ley de Memoria histórica, que ya está en vigor y que ahora se pretende radicalizar aún más, si cabe, con varias medidas entre las cuales el desenterramiento al estilo más puramente medieval del que fuera Caudillo de España, no es una ley más, ni siquiera sólo una ley retrógrada, inicua y antidemocrática, sino, además, una ley clave con la importantísima misión de producir la ruptura completa del pacto de la Transición.
Por lo que hace al primero de los principios que inspiró aquella Transición, la reconciliación de los españoles y la ausencia de vencedores o vencidos, se pretende sustituir por uno nuevo en virtud del cual sí hubo “buenos”, los republicanos, y “malos”, los nacionales, convirtiendo a aquéllos, -en realidad los derrotados de la guerra-, en sus postreros y definitivos vencedores, en un proceso con pocos precedentes históricos, en España o fuera de ella, por no decir ninguno.
Por lo que hace al segundo, el principio enunciado como “de la ley a la ley”, se pretende sustituir por un nuevo sistema de legitimación que ancle la democracia española no en la ley franquista que la hizo posible (para que todos nos entendamos, la Ley para la reforma política, octava ley fundamental del Movimiento), sino en la República que había sido treinta y siete años antes derrotada, y no sólo derrotada sino curiosamente, en un proceso muy desconocido de la historia de España, incluso “derrocada” -unos días antes de derrotada- por un golpe de estado, y no precisamente de Franco, no, sino de personas estrechísimamente vinculadas al republicanismo, uno de ellos el mismísimo padre de Santiago Carrillo, Wenceslao, y con él, entre otros, el coronel republicano Casado o el ministro socialista Besteiro.
Todo esto, más allá de representar un sistema de pensamiento incoherente y pervertido, contrario a las leyes de la lógica y de la historia, está llamado a tener, desengañémonos, importantes consecuencias que trascienden en mucho los meros hechos que ahora contemplamos, y son, si cabe, -insisto, si cabe, porque desenterrar a un jefe de Estado es en sí grave- incluso más graves y trascendentales.
Sostiene esa gran analista de la historia española, Elvira Roca Barea, que la izquierda española en realidad no quiere desenterrar a Franco y prefiere vivir con la eterna coletilla de que algún día lo hará, porque si no, se quedaría sin uno de sus mantras fundamentales, uno de sus mejores instrumentos para el victimismo y la carnaza de sus bases. Se equivoca aquí la insigne profesora, en otras ocasiones tan lúcida: los muchos movimientos revolucionarios y pseudo revolucionarios que conviven en la España del momento, -la izquierda de Podemos y, lamentablemente, la del PSOE también-, los muchos separatismos regionales, los partidos amamantados en los pechos del terrorismo, no sólo desean fervientemente desenterrar a Franco y van a hacer cuanto esté en su mano para conseguirlo, sino que tienen perfectamente previsto el paso siguiente que llevarán a la práctica una vez lo hayan conseguido.
Desenterrar a Franco representa un paso importantísimo en el camino que conduce a la liquidación de la Transición, un camino que, consumada la profanación, se bifurca en dos: por un lado, sin salir del propio Valle de los Caídos, tras la tumba irá la cruz. Que nadie lo dude: desenterrado el Caudillo, la izquierda iniciará el proceso dialéctico con el que siempre inicia sus campañas, el cual debería concluir con el derribo de la inmensa cruz de ciento cincuenta metros que remata el magnífico monumento del Valle de los Caídos. De hecho, son por lo menos dos las cruces que ya han sido derribadas en España con el frágil argumento de que se construyeron durante la Dictadura ante el silencio y la indiferencia no sólo de la ciudadanía, sino, lo que es aún más llamativo, de la propia Iglesia, que parece haberse creído que por ser construídas en determinada fecha ni eran cruces ni acompañaban el testimonio de quienes dieron su vida por ella. Derribada la cruz más grande que existe en España y probablemente en el mundo, vendrán las demás: primero, las que adornan nuestros espacios públicos, y en un futuro más o menos próximo, también, por qué no, las que adornan los espacios privados, tan cerca del corazón. No será la primera vez que la izquierda, y notablemente la izquierda española, se atreve con tan ambicioso objetivo. De hecho, la vez anterior en la que se atrevió, a la eliminación de las cruces acompañó la de los que las portaban, en el que constituye uno de los martirologios más sangrientos de la historia, superior en número, por poner sólo un ejemplo, a cualquiera de los acometidos en la Roma imperial en los albores del cristianismo.
El otro derribo que deja abierto la apertura de la tumba de Franco es el de la que constituye la principal criatura política del dictador, la monarquía, y por supuesto, la corona con su titular, Felipe VI para que nos entendamos. Sustituida la legitimidad que deriva de la Transición por la nueva legitimidad que hunde sus raíces directamente en la II República española y obviando cuanto sucede en los cuarenta años que separan a una y otra, la figura del Rey, ni que decir tiene, no sólo es superflua: es incoherente, obsoleta, contradictoria, es, sencillamente, inaceptable.
Escuchen bien lo que les digo: tras el cadáver, va la cruz, y tras la cruz la corona. Iglesia y monarquía harían bien en ponerse las pilas y dejar de mirar de soslayo, como si no fuera con ellos, porque constituyen el siguiente objetivo de una izquierda española que ha perdido ya todo anclaje con la historia de España –buena prueba de lo cual que la quiera dictar mediante leyes y quemando libros- y también con la convivencia entre españoles, y se ha instalado, por desgracia para todos, en el odio, la más pura revancha y la más maximalista –y destructiva- de sus peligrosas y violentas ensoñaciones históricas.