Santiago de Compostela, 1989 y Czestochowa, 1991 fueron "mis" Jornadas Mundiales de la Juventud [bajo estas líneas, una foto que conservo de aquellos días hecha por mis hermanas, mientras san Juan Pablo II saludaba a todos los jóvenes, detrás aparece el cardenal Pironio].

Luego "mis" veranos misioneros han impedido volver a cualquier encuentro. Junto a muchos buenos amigos -cuya amistad dura hasta el día de hoy- conocí a grandes figuras de la Iglesia Católica empezando lógicamente por san Juan Pablo II [al cual ya vi en Barcelona 1982 y en Roma 1985]. Allí conocí al cardenal Eduardo Pironio. Desde ayer el beato Eduardo Pironio [sobre estas líneas el saludo del beato cardenal Pironio a san Juan Pablo II en 1989, en el Monte del Gozo]. Guardo las cartas que nos escribimos cuando falleció mi padre y cuando me ordené de diácono y de presbítero... alguna tarjeta navideña, y estas fotos.

Sobre estas líneas con unas dominicas españolas durante la JMJ.

El cardenal Pironio falleció en 1998. Aquí su página web: Cardenal Eduardo Pironio

Una semana antes de mi ordenación me escribió esta carta y me permitía publicar un artículo suyo sobre san Pedro Poveda en el libro que publiqué junto a Francisco Javier Rodríguez, titulado NO TENGÁIS MIEDO (1996). ¡Qué gozo haber caminado junto a los santos!

SAN PEDRO POVEDA POR EL CARDENAL PIRONIO

Soy sacerdote de Cristo”. Son las palabras con las cuales Pedro Poveda se autodefine a sí mismo en el momento en que lo buscan para el martirio. Se puede decir que tocamos el alma profunda de Poveda, su identidad verdadera, la fuente riquísima de su vida y de su obra. La Institución Teresiana es el mejor fruto de su sacerdocio. Poveda fue un gran educador, un verdadero apóstol de la juventud, un estupendo animador del apostolado laical, un promotor de la participación de la mujer en la vida de la Iglesia y en la sociedad civil. Un admirable evangelizador de la cultura. Pero, antes que nada, fue sacerdote. El sacerdote que, apenas ordenado, hizo una verdadera opción evangélica por los pobres y empezó a trabajar con los cueveros de Guadix.

El 27 de julio de 1936 al acabar de celebrar, con la devoción de siempre, pero con particular sabor de sangre derramada, su última Misa. Estaba todavía haciendo su acción de gracias -que terminará en el cielo, en el cara a cara de la visión beatífica- cuando vienen a buscarle los milicianos. Ese que buscan soy yo, les dice. Soy sacerdote de Cristo. Lo fusilan en la mañana del 28. Era la culminación cruenta de su vida y de ministerio sacrificial. Era el sello de Dios, en el martirio, de una vida sacerdotal constantemente en la contemplación, en la cruz, en la generosa ofrenda de sí mismo para la gloria de Dios y la redención de los hombres. En Poveda la Iglesia nos propone no sólo la figura del mártir, sino el modelo del sacerdote santo. El homo Dei servus Ecclesiae. Poveda sueña, desde pequeño, con su sacerdocio; pero su sacerdocio no tiene nada de sueños infantiles: nace del espíritu y está profundamente marcado por la cruz. Da sangre y recibirás Espíritu, era una de sus preciosas enseñanzas. ¿No es verdad que el sacerdocio nazca de la cruz pascual de Jesús, misteriosamente adelantada en la sagrada noche de la Última Cena? “Este es el Cuerpo que es entregado… Esta es la Sangre que es derramada” (Lc 22, 19-20). Poveda lo vivió dramáticamente y serenamente en el momento de su martirio; pero lo vivió cotidianamente en el gozo de su entrega sacerdotal, hecha del silencio contemplativo, de oración y de servicio. Fue, antes que nada y sobre todas las cosas, sacerdote.

 

Había sido ordenado el 17 de abril de 1897. Era, para él la fecha más importante, la única que celebraba. El 15 de marzo de 1933 escribe en su diario: “Señor, que yo sea sacerdote siempre, en pensamientos, palabras y obras”. Y, pocos días después, el 17 de abril, anota: “Hace 36 años que recibí la ordenación de presbítero. ¿Cuánto más viviré? Solo Dios lo sabe. A Él le pido la gracia de no dejar de celebrar con fervor ni un sólo día la Santa Misa”. Poveda se transfiguraba en la celebración de la Misa. “Nunca olvidaré las misas del padre Poveda -dice un testigo-. Quiero señalar expresamente que no había absolutamente ninguna estridencia de fervor. Todo lo contrario. Lo que me impresionó, hasta el punto que no he podido olvidar, fue la serenidad, la paz y el silencio que sentía denso de vivencia a lo largo de toda la celebración. Sus gestos dejaban traslucir que el sacerdote celebrante vivía intensamente el misterio”. ¡Qué hermosa lección para nosotros los sacerdotes! 

Poveda fue un hombre de Dios y un maestro de oración. Por aquí empieza la figura y la obra del sacerdote: ser un hombre que transparenta a Dios y lo comunica; un hombre que habla de Dios y lo escucha: “creí; por eso hable”. “Los hombres de Dios y las mujeres de Dios son inconfundibles. No se distinguen porque sean brillantes, no porque deslumbren, ni por su fortaleza humana, sino por sus frutos”. Pablo VI gustaba subrayar la realidad del sacerdote como hombre de Dios, haciendo suya la expresión de San Pablo a Timoteo: “En lo que a ti concierne, hombre de Dios… practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la constancia, la bondad” (1Tm 6,11). “A fin de que el hombre de Dios sea perfecto” (2Tm 3,17). “Cada uno de vosotros -decía Pablo VI a los neosacerdotes que acaba de ordenar en la Epifanía de 1966- es hombre de Dios, homo Dei”. 

Hombre de Dios, Poveda es hombre de oración; más aún, maestro de oración. Esto es lo esencial en un sacerdote; lo jóvenes tiene hoy hambre y sed de oración; se vuelven al sacerdote con esa triple inquietud y preguntan: “Maestro, ¿dónde vives?” (Jn 1,38), “Queremos ver a Jesús” (Jn 12,21), “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Maestro de oración fue Poveda en sus exhortaciones, en sus escritos, en sus gestos, en su silencio, en su contemplación serena y honda. No hacía falta que él hablara; bastaba que él estuviera allí. Cuando a Jesús le pidieron sus discípulos que les enseñara a orar “estaba Jesús orando” (Lc 11,1). Por eso diría Poveda: orad como Él y con Él. Es que en el centro de la vida de Poveda –sacerdote, hombre de Dios, maestro de oración- está Cristo. “Para mí la vida es Cristo” (Flp 1,21). “Yo estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gal 2,19-20). 

La cruz pascual es una exigencia del bautismo: “por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte para que así, como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una vida nueva” (Rm 6,4). Para Poveda, además, la cruz, es signo y trasparencia. Signo de autenticidad en el discípulo y fecundidad en la obra: “humillaciones, abatimientos, contrariedades, persecuciones, sufrimientos, martirio, todo ello viene como consecuencia legítima, así aconteció al Maestro” (1920, Jesús maestro de oración), Transparencia de Jesús crucificado: “quiero que la devoción al crucifijo sea la devoción fundamental de la Institución… yo quiero y pido constantemente al cielo que seáis todas un crucifijo viviente (31 de enero de 1926). Pero en Poveda la cruz -siempre con sabor a Pascua y serenamente acogida- fue esencialmente sacerdotal. Sufrió mucho como sacerdote: incomprensiones, calumnia, soledad. Creo que el momento más crucificante de Pedro Poveda, sacerdote, fueron los meses en los que no pudo celebrar la Misa, un año y medio de desolación, de problemas, de dificultades. Hasta que llega a Covadonga y María enciende en su corazón una luz y engendra otra vez la Pascua. “Aquí, en Covadonga, -dirá Juan Pablo II- templó su espíritu un ilustre capellán de la Santina, Don Pedro Poveda y Castroverde, fundador de la Institución Teresiana… una intuición profética, inspirada por María, para la promoción de la mujer, a través de mujeres de una auténtica transparencia mariana y un ardor apostólico típicamente teresiano. ¡Aquí nació esta obra, a los pies de la Santina!” (Beato Juan Pablo, 21 de agosto de 1989). Quiero terminar con estas hermosas palabras del Papa que subrayan la presencia de María en la vida y en la obra del sacerdote Pedro Poveda. Amó privilegiadamente a Cristo y a María. Modeló su sacerdocio en la configuración con Cristo crucificado y en la amorosa contemplación de Nuestra Señora de los Dolores. Vivió así su sacerdocio pascual hecho de cruz y de esperanza, de interioridad contemplativa y de presencia apostólica audaz en la difícil sociedad de su tiempo (que es casi el tiempo nuestro) y nos dejó a los sacerdotes de hoy un triple mensaje: ser hombres de Dios y maestros de oración, vivir en el mundo configurados con Cristo en la Cruz, ser misioneros y evangelizadores de las culturas desde el corazón pobre y contemplativo.

No tengáis miedo… Testigos ante el Tercer Milenio, págs. 99-102 (1996).