“No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo” (Mt 10, 28)
“No tengáis miedo”. Estas palabras de Cristo fueron de un gran consuelo para aquellos primeros cristianos, que sabían que por seguir al Maestro iban a correr la misma suerte que Él y que, por lo tanto, sufrirían persecución y quizá martirio. Jesús quiere asegurarles que les espera la recompensa de la vida eterna y que eso es lo que verdaderamente importa, pues al final, con persecuciones o sin ellas, la vida termina por pasar y la muerte llega de todas las maneras y a todos.
Hoy, sin embargo, parece que a quien se le tiene miedo es al propio Cristo. Son muchos los católicos que rehuyen hablar con Él, que no quieren decirle aquella hermosa oración de San Francisco: “Señor, que quieres que haga”. Tienen miedo a que Cristo les complique la vida, que les pida ayuda para evangelizar, para consagrarse a Él, para ayudar a los pobres. Van, incluso, a misa, pero no quieren participar en nada, no quieren comprometerse para nada. Deberían recordar las palabras del ángel en el Apocalipsis: “A los tibios los vomito”. Hay que vencer el miedo a Cristo. Él nos ama y no nos pedirá nada que no sea bueno para nosotros. Hagamos nuestra la oración de San Agustín, cuando le pedía fuerzas al Señor para seguir su camino: “Señor, da lo que pides y pide lo que quieras”.
También hay que vencer otro miedo, el de que nos identifiquen con Cristo, el de que sepan que somos cristianos. Si, por serlo, nos dieran premios y alabanzas, seguro que muchos no lo ocultarían. Pues bien, ser seguidor de Cristo es un honor, es lo más noble y grande a que puede aspirar un ser humano, pues lleva consigo ser hijos de Dios. ¿Por qué tener complejo y vergüenza de ello?