“El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo” (Lc 9, 23).
Siempre hay una pregunta flotando en el aire dirigida hacia nosotros: “¿Quién soy yo para ti?. No me importa -añade el Maestro- lo que digan tus vecinos o tus familiares, sino que quiero saber qué puesto ocupo yo en tu corazón”.
Ante esta pregunta sólo cabe una respuesta: “Tú eres Dios y, por eso, tienes derecho a ocupar el primer lugar en mi vida, en mi corazón”. Entonces, el Maestro nos dice. “En ese caso, haz lo que yo hice: coge tu cruz como yo cogí la mía. Coge tu cruz por amor a mí como yo cogí la mía por amor a ti. Coge tu cruz y ven tras de mí. Si de verdad me amas, acepta tu cruz por mí como yo hice por ti”.
La cruz que Cristo nos invita a aceptar no es la que nosotros nos hemos buscado, sino la que Él, aunque no entendamos el por qué, ha permitido que cayera sobre nosotros. Entonces, cuando estamos en la cruz, no se trata de discernir el por qué estamos sufriendo sino de saber que, aunque no lo parezca, Dios está detrás y lo ha permitido. Aprovechemos la ocasión para unirnos con Él, convirtiéndonos en corredentores y ofreciendo nuestro sacrificio por la conversión de los nuestros. Aprovechemos también la ocasión para dar el mejor de los ejemplos, para mostrar a los que nos contemplan cómo se puede sufrir sin desesperarse, sin dejar de amar, sin replegarse sobre uno mismo convirtiéndose en un egoísta. De este modo atraeremos hacia Cristo a los que nos miran, que quedarán sorprendidos al ver que no renegamos de nuestra suerte y que incluso somos felices en medio del sufrimiento. La cruz, incluso la que menos entendemos, si hacemos así, será, como la de Cristo, fuente de vida para nosotros y para muchos.