El que escribe ha tenido en sus manos dos obras de Saramago. La primera fue en mis tiempos de estudiante de letras, cuando uno desea devorar libros en el sano prurito de un mayor bagaje literario. Y reconozco que no fue agradable la experiencia y que casi pierdo la vocación de lector.
Si acepté leer una segunda obra –un par de años más tarde– fue por echar la culpa del primer disgusto a mi incipiente catadura de textos. Pero la experiencia no fue distinta con este autor y sí muy agradable y provechosa con otros. Para entonces ya tenía claro que la obra de una persona, su ideología y su vida, son casi siempre la misma cosa. Y en el caso de Saramago su vida, su ideología, y en buena parte también su obra, era el comunismo estalinista y el pensamiento de Kafka.
La influencia comunista le llevó a concebir un universo literario del cual era él el plenipotenciario. Fuera verdad: él era el criterio y única vara para medir. De ahí al pesimismo como fondo de su obra no hubo mucha distancia.
Y como el comunismo inventó que la religión era el opio del pueblo, Saramago no sólo lo reflejó en sus obras (por ejemplo Evangelio según Jesús, 2001; y Caín, 2010), sino también en sus recurrentes palabras hechas artículos al que más de alguno calificó de frecuentes exabruptos.
Entre algunos de sus exabruptos frecuentes recuerdo el ocurrido a raíz de la visita que a inicios de febrero de 2009 hiciera el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado del Vaticano, a España.
El entonces longevo escritor portugués radicado en España se desvivió en bufidos contra el Estado Vaticano, el Papa, los obispos y la Iglesia católica en general. En su blog (tan citado como poco leído) afirmó que esos señores –los obispos– se suponen “investidos de un poder que sólo nuestra paciencia ha hecho perdurar […] Se dicen representantes de un Dios en la tierra (nunca lo han visto y no tienen mayor prueba de su existencia) y se pasean por el mundo sudando hipocresía por todos los poros”. No decía por qué, pero los intelectuales de salón evitaban poner objeción al dixit saramaganiano.
Y más adelante continuaba la arremetida: “Ante el lento pero implacable hundimiento de este Titanic que es la Iglesia católica, el Papa y sus acólitos, nostálgicos de un tiempo en que operaban de modo criminal, el trono y el altar, recurren e todos los medios […] para inmiscuirse en la gobernación de los países…”.
Por entonces las críticas de Saramago fueron contestadas, nada menos, por un reconocido protestante español, el también escritor César Vidal. En un artículo publicado por el diario La Razón (Cf. El exabrupto de Saramago, 10.02.2009), Vidal decía: “…Saramago hace referencias a la Inquisición y a las ventajas fiscales del clero. No creo que existan ya católicos que defiendan la Inquisición, pero Saramago aún no entona el “mea culpa” por su apoyo al comunismo que se llevó por delante cien millones de vidas en el siglo pasado. Por lo que se refiere al privilegio fiscal, durante años me pregunté por qué Saramago no vivía en su país de origen y tributaba ahí para bien de sus compatriotas”.
Los desplantes irónicos de Saramago (más irónicos después de que le dieron el Nobel) se multiplicaron con el tiempo. Desde la tierra que no era su patria, Saramago lanzó y lanzó invectivas contra la fe de millones de personas.
La última de ellas fue en octubre de 2009 al publicar su última obra titulada “Caín”. En esa ocasión su aquelarre fue específicamente contra la Biblia a la que tachó de “manual de malas costumbres, un catálogo de crueldad”. En su país de origen no fueron pocas las desvinculaciones respecto a un escritor que parecía desconocer el gaje del propio oficio. Así, el conocido bestseller Miguel Souza Tavares dijo que en Saramago todo es vanidad y corrupción mientras que la revista GP le llamaba “loco por publicidad”.
Curioso que la misma persona que gustaba de recordar insistentemente la inquisición y las cruzadas (con más tufillo de leyenda que de realidad histórica), pasara de largo a los campos de concentración del comunismo que defendía los así llamados Gulags, con sus millones de víctimas.
Ahora que Saramago pasó al encuentro con el Dios de Caín –y de Abel– todo lo anterior no se dice, pero convenientemente se olvida. De otro modo la canonización laica no podría colocarle en el pedestal del santoral de los Nobel.