El Señor es fuerza para su pueblo, apoyo y salvación para su Ungido. Salva a tu pueblo y bendice tu heredad, sé su pastor y llévalos siempre (Sal 28(27),8-9).
Sin saber de nuestra debilidad y de lo que Dios es para nosotros, la oración no tiene un punto de partida firme. Pero saberlo y no verterlo en oración a Dios es un paso en un camino inconcluso. Nuestra oración necesita del suelo de la realidad y nuestra tierra necesita una planta que arraigue en ella y crezca hacia lo alto.

La antífona de este domingo contiene estos dos momentos. La confesión se hace oración suplicante, la plegaria parte del reconocimiento de la verdad. Y así quedamos centrados para la celebración eucarística donde esperamos humildemente la respuesta de Dios.

En ella, se reúne un pueblo que necesita de Dios, de su fuerza y salvación. Pero que además se sabe en esa debilidad y necesidad. El Ungido/Mesías/Cristo de Dios, en el AT, era un pobre hombre, por muy descendiente de David que fuera, por muy rey que fuera. La oración del salmista ha encontrado una respuesta insospechada. El Ungido/Mesías/Cristo esperado y definitivo es un hombre, pero es Dios. Si fuera hombre solamente no podría salvar y necesitaría salvación. El Hijo de Dios se ha hecho hombre para salvar al hombre.

El pueblo débil tiene un pastor divino y, en la celebración, participamos como pueblo para ser pastoreados por aquél que da la vida por sus ovejas y que no solamente las lleva a pastos de fresca hierba, sino que Él mismo es el alimento que nos da dándose. Si pedimos que nos pastoree, pedimos que nos atraiga hacia Él, pues no solamente es el Pastor, sino el término de nuestra marcha.

En la Eucaristía, encontramos la respuesta a nuestra petición. En ella tenemos al Pastor, al alimento del camino y el término de nuestra trashumancia de la tierra al cielo, de este suelo a nuestro humus divino, al banquete eterno que aquí ya pregustamos.