“Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres y luego sígueme. A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico. Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: ¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!” (Mc 10,17-23).
La historia del joven rico ha sido interpretada a veces como la expresión de los dos caminos que habría en la vida cristiana: el del laico que busca la salvación cumpliendo los mínimos, es decir: observando los mandamientos; y el de aquellos otros que aspiran a algo más, a la consagración religiosa o sacerdotal, que exige un seguimiento más radical de Cristo.
No creo que esa interpretación sea correcta, porque para todos los cristianos rigen los mismos preceptos: los mandamientos por un lado y la ley del amor por otro. No es verdad que el camino del laico sea el del aprobado y el del religioso o sacerdote el del notable o el sobresaliente. Todos estamos llamados a la misma vocación, la de la santidad. A ella vamos a llegar cuando observamos los mandamientos -los mínimos- y cuando procuramos practicar la caridad -el máximo-. La caridad, el amor, es para todos y no sólo para unos cuantos elegidos que quizá algún día veneraremos en los altares. Es para todos los bautizados igualmente válido el precepto de amar a los enemigos, de dar limosna a quien lo necesita, de consolar al que sufre, de vestir al desnudo, de acompañar al solitario, de cumplir con las propias obligaciones, de poner en las propias espaldas algo del peso ajeno para que el prójimo pueda ver aliviada su carga. No hay un camino de segunda y uno de primera. Hay un solo camino cristiano: el del amor a Dios y al prójimo.