En una de las visitas a mi madre en el hospital, coincidí con una vecina y protegida suya, mujer de humilde condición y buenos sentimientos, por la que conocí toda la horrible infamia que con mi madre se había cometido.
Desde las primeras horas de la mañana del día 4 de mayo de 1936 empezaron los sucesos. Gentes mal trazadas, seres incalificables que solo suelen verse en las bajas revueltas, y semejan el légamo mal oliente de los ríos que aflora a la superficie con la turbonada, capitaneaban grupos que, asaltando conventos y colegios, asesinaban a las religiosas. En muchos casos llegaron a desnudarlas por completo y tenderlas al paso de camiones o en los raíles del tranvía, lanzando sobre ellas los coches, como en el que intervino mi hermano Gustavo de salvador. La misma suerte habían corrido las damas de Acción Católica que se habían arriesgado a salir de sus casas en aquella trágica jornada.
Mi pobre madre, ignorante de lo que estaba sucediendo, salió como acostumbraba, a sus devociones y quehaceres, y cuando regresaba a su casa vio avanzar hacia ella una turba abundante.
Un tanto extrañada, más sin temor alguno, continúo su camino y el grupo la rodeó insultándola. Ella, entonces, protestó, y recibió la primera puñalada en la cara, y a esta siguieron las otras, pues todos los del grupo, hombres y mujeres, la maltrataron a puñetazos, patadas y palos que para tal faena llevaban.
Cayó la pobre víctima al suelo, y entonces una vendedora de plátanos que a mi madre debía mucho e impagables favores, con un tronco de dicho fruto le dio tan fuerte golpe en la cabeza que la hizo sangrar copiosamente por nariz y boca. A una muchacha se le ocurrió arrastrarla por el pelo, y lo hizo así: pero cuando de aquel modo la llevaba, otra jovenzuela le tiro de los pies, y en las manos de la primera quedó buena parte del pelo de mi madre, con un despojo sangriento de cuero cabelludo. Un mozo se le subió encima y bailó un zapateado sobre el pecho de la infeliz, hundiéndole tres costillas de un lado y cuatro de otro. Un bárbaro le borró un ojo de un taconazo.
Ya no daba la pobre señales de vida, y entonces se pusieron a jugar al fútbol con lo que creían era su cadáver, hasta que de una taberna próxima salió el dueño, gallego y conocido de mi madre, que horrorizado había presenciado el linchamiento, y dijo a la horda:
-Ya está bien. Ya la habéis matado. ¿Qué más queréis?
Luego metió el cuerpo destrozado de la víctima en su establecimiento, colocándolo entre dos mesas. La horda asaltó la taberna, propinó algún estacazo al tabernero y arrastró de nuevo a la calle a la infeliz. La platanera hundió por dos veces la navaja verdulera en el vientre y en los muslos de mi madre, diciendo:
-Toma, por si no llevas bastante.
Y aún continuó algún tiempo la espeluznante diversión, hasta que, cansados la dejaron abandonada en medio de la calle.
El tabernero había telefoneado a la Comisaría de Vigilancia más próxima, denunciando lo que en la calle ocurría; pero no debían de tener las autoridades mucha prisa por evitar tales sucesos, pues los guardias no llegaron hasta que la horda se había ido, tal vez a repetir su hazaña con otra nueva víctima.
Los guardias cogieron el sangrante fardo que era ya el cuerpo de mi madre, y le echaron en una camioneta para llevarla al depósito de cadáveres. Pero mi madre vivía, y lo más horrible, ¡no había perdido el sentido ni un solo minuto, sufriendo su pobre carne todos los dolores de la masacre! Sin embargo, la idea de ser enterrada viva la horrorizó, y reuniendo todas sus fuerzas, ella, que no podía ni hacer el más pequeño movimiento, ni emitir el más leve sonido, pidió a Dios, desde el fondo de su corazón, fuerza para demostrar que aún vivía; y al fin, pudo lanzar un gemido, que fue oído por el cabo de Asalto que mandaba el pequeño grupo, quien dispuso fuese llevada al hospital, donde quedó, apenas la reconocieron los médicos, quienes la prodigaron los más solícitos cuidados.
Dolorida, asqueada, con sabor de fango en la boca, de fango y de sangre que era mi propia sangre, me di de baja en el Partido Socialista. La tragedia de mi madre me había conmovido hasta lo más hondo…