Había una vez un hombre llamado Esteban que vivía en una pequeña ciudad. Esteban era conocido por su rectitud y por su afán de hacer las cosas bien, pero también tenía un defecto: solía juzgar a las personas en su interior. Aunque nunca decía nada en voz alta, siempre estaba evaluando y criticando en su mente lo que los demás hacían. Si veía a alguien vestido de manera que consideraba inapropiada, pensaba: "Qué falta de dignidad." Si escuchaba que alguien tenía un problema, se decía a sí mismo: "Si hubiera actuado con más inteligencia, eso no le habría pasado." Para Esteban, los errores de los demás eran siempre el resultado de su falta de esfuerzo o de malas decisiones, y sentía que su juicio era siempre justo y correcto.
Una noche, mientras Esteban caminaba solo por las calles de su ciudad, de repente sintió que una presencia lo acompañaba. Al darse la vuelta, se encontró con un ser resplandeciente: un ángel. Esteban se quedó paralizado por el asombro.
“Esteban”, dijo el ángel con voz suave pero firme, “he sido enviado para ayudarte a entender algo importante. A partir de este momento, te concederé el don de leer los pensamientos de las personas. Así aprenderás algo sobre lo que significa juzgar”.
Antes de que Esteban pudiera preguntar, el ángel desapareció, dejándolo solo en la calle. Aún incrédulo por lo que acababa de pasar, decidió ir a casa. Al día siguiente, al salir de su casa para hacer sus tareas diarias, el don que le había dado el ángel comenzó a manifestarse.
En el mercado, vio a una mujer que siempre vestía ropas extravagantes y coloridas. En su mente, Esteban ya estaba preparado para juzgarla, pero de repente, pudo escuchar sus pensamientos: "Ojalá pudiera permitirme ropa más discreta, pero con lo poco que gano, solo puedo comprar lo que encuentro en los mercados de segunda mano. Me pregunto si la gente se burla de mí...".
Esteban se sintió golpeado por la realidad que escuchaba. Jamás se había imaginado que aquella mujer se preocupaba tanto por lo que los demás pensaban de ella, ni que su situación económica era tan difícil. Se sintió incómodo, pero no dijo nada.
Más tarde, al encontrarse con un hombre que siempre había considerado perezoso, escuchó sus pensamientos: "Estoy tan cansado... Me esfuerzo cada día, pero con mi enfermedad crónica nadie lo nota. No quiero que tengan lástima de mí, pero a veces desearía que entendieran lo mucho que me cuesta hacer lo mínimo..." Esteban sintió un nudo en el estómago. Había juzgado tan duramente a ese hombre sin tener ni idea de lo que realmente estaba pasando en su vida.
Día tras día, Esteban escuchaba los pensamientos de quienes lo rodeaban: el comerciante del barrio que sonreía todo el tiempo mientras en su mente lloraba por la pérdida de un hijo, la vecina que parecía siempre enojada pero que en realidad estaba angustiada por un problema con su esposo, el joven al que consideraba irresponsable pero que vivía con el miedo constante de no poder cuidar a su familia…
Lo que más sorprendió a Esteban fue lo que comenzó a notar: la cantidad de juicios injustos que los demás también hacían sobre él. Escuchó pensamientos como: "Mira a Esteban, siempre tan altivo, debe pensar que es mejor que los demás", o: "No me acerco a él porque parece que siempre está juzgando a todo el mundo". Esteban no podía creerlo. Aquellas palabras, aunque no se expresaban en voz alta, lo herían profundamente. Se dio cuenta de que, a pesar de sus esfuerzos por actuar correctamente, muchos lo juzgaban de la misma manera que él había juzgado a otros durante tanto tiempo.
Esteban intentó seguir con su vida, pero el peso de los pensamientos ajenos se volvió insoportable. No podía escapar de los juicios y prejuicios que flotaban a su alrededor, y aunque sabía que no eran expresados abiertamente, cada vez le resultaba más difícil enfrentarse a ellos. Por primera vez, Esteban comprendió lo injustos e inapropiados que habían sido sus propios juicios, aunque los hubiera guardado sólo en su interior.
Una noche, después de muchas semanas de tormento, el ángel se apareció de nuevo. Esta vez, Esteban no estaba sorprendido; lo estaba esperando.
"Ángel," dijo Esteban con voz cansada, "¿por qué me diste este don? No puedo soportarlo más. Todos nos juzgamos entre nosotros sin siquiera conocernos de verdad. Es doloroso y no sé cómo seguir adelante."
El ángel lo miró con compasión. "Esteban, te di este don para que comprendieras una verdad fundamental: no podemos juzgar a los demás porque no conocemos lo que sucede en sus corazones, ni las luchas que enfrentan en su vida diaria. Lo que has experimentado es solo una pequeña parte de lo que las personas sienten. Cada juicio que haces, ya sea en voz alta o en silencio, lleva consigo el peso del desconocimiento. Y lo que más debes recordar es que el juicio no te corresponde a ti, ni a ningún ser humano. Sólo Dios conoce completamente los corazones de las personas, sus pensamientos, sus sufrimientos y sus intenciones".
Esteban asintió, arrepentido de todas las veces que había juzgado a los demás. “Entonces, ¿qué debo hacer ahora?”
El ángel sonrió. “Deja de juzgar. Vive con compasión. Las personas a tu alrededor llevan cargas que no puedes ver. En lugar de juzgar, ora por ellas, ayúdalas cuando puedas, y confía en que Dios es quien mejor las conoce. Recuerda que el juicio sólo le pertenece a Él”.
Con esas palabras, el ángel desapareció, dejando a Esteban solo en la oscuridad de la noche, pero esta vez con una nueva luz en su corazón. A partir de ese momento, Esteban dejó de juzgar a los demás en su interior y, en su lugar, comenzó a tratarlos con bondad y comprensión, sabiendo que sólo Dios conoce verdaderamente lo que hay en los corazones de los hombres.