El venerable Juan Pablo I, gran catequista, se expresaba así, el día antes de su fallecimiento[1], el 27 de septiembre de 1978:

«Dios mío, con todo el corazón y sobre todas las cosas os amo a Vos, bien infinito y felicidad eterna nuestra; por amor a Vos amo al prójimo como a mí mismo y perdono las ofensas recibidas. Señor, que os ame cada vez más. Es una oración muy conocida, entretejida con frases bíblicas. Me la enseñó mi madre. La rezo varias veces al día también ahora.

Dice la Imitación de Cristo: el que ama corre, vuela, goza (1. III, cap. V, 4). Amar a Dios es viajar con el corazón a Dios. Un viaje bellísimo. De muchacho, me entusiasmaban los viajes narrados por Julio Verne (Veinte mil leguas de viaje submarino, De la tierra a la luna, La vuelta al mundo en 80 días...). Pero los viajes del amor a Dios son mucho más interesantes. Están contados en las vidas de los santos. Por ejemplo, San Vicente de Paúl es un gigante de la caridad: amó a Dios más de lo que se ama a un padre y a una madre; él mismo fue un padre para prisioneros, enfermos, huérfanos y pobres. San Pedro Claver, consagrándose enteramente a Dios firmaba Pedro, esclavo de los negros para siempre.

El viaje comporta a veces sacrificios, pero estos no nos deben detener. Jesús está en la cruz: ¿lo quieres besar? No puedes por menos e inclinarte hacia la cruz y dejar que te puncen algunas espinas de la corona que tiene la cabeza del Señor (cf. San Francisco de Sales, Obras). No puedes hacer lo que el bueno de San Pedro, que supo muy bien gritar Viva Jesús en el monte Tabor, donde había gozo, pero ni siquiera se dejó ver junto a Jesús en el monte Calvario, donde había peligro y dolor».

Shema, Israel. Escucha, Israel. Y podemos hoy decir nosotros: Escucha, cristiano. Escucha porque este mensaje es para ti. Jesús hoy nos enseña el resumen de todos los mandamientos: amar a Dios sobre todas las cosas y amar a tu prójimo.

«El amor de Dios -sigue diciendo Juan Pablo I- es también un viaje misterioso: es decir, uno no lo emprende si Dios no toma la iniciativa primero. Nadie -ha dicho Jesús- puede venir a Mí si el Padre no le atrae (Jn 6,44). Se preguntaba San Agustín: y entonces, ¿dónde queda la libertad humana? Pero Dios, que ha querido y construido esta libertad, sabe cómo respetarla aun llevando los corazones al punto que Él se propone. Te atrae no solo de modo que tú mismo llegues a quererlo, sino hasta de manera que gustes de ser atraído (San Agustín, In Io. Evang. Tr. 26,4)».

Si en política -y lo estamos viendo- el totalitarismo es nefasto, en religión no lo es. Respecto a Dios no. Tenemos que amar con todo el corazón. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser, y llevarás muy dentro del corazón todos estos mandamientos que hoy te doy. Incúlcaselos a tus hijos, y cuando estés en tu casa, cuando viajes, cuando te acuestes, cuando te levantes, habla siempre de ellos. Átatelos a tus manos, para que te sirvan de señal; póntelos en la frente entre tus ojos; escríbelos en los dinteles de tu casa.

Ese “todo” es la bandera del maximalismo cristiano: en todo, siempre, para la mayor gloria de Dios. Y es justo: demasiado grande es Dios, demasiado merece Él ante nosotros, como para que se le puedan echar, como a un pobre Lázaro, apenas unas migajas de nuestro tiempo y de nuestro corazón. Él lo está esperando todo de nosotros. Es el bien infinito y será nuestra felicidad eterna. El dinero, los placeres y las venturas de este mundo comparadas con Él, apenas son fragmentos de bien y momentos fugaces de felicidad.

Ayer lo escuchábamos en la Misa, en la lectura de San Pablo: Mi vivir es Cristo. Esa es mi ganancia. Todo lo demás, comparado con Cristo, lo estimo basura. No sería prudente dar mucho de nosotros a estas cosas del mundo, incluso a nuestra familia, donde hay que entregarse, y poco a Jesús.

Amarás al Señor sobre todas las cosas. No sería justo decir: “O Dios o el hombre”. Sobre todas las cosas. Este es el criterio que hemos de poner en nuestra relación con el Señor.

Por amor a Dios amamos al prójimo. Cuántas veces podemos ayudar a los otros, podemos incluso sacrificarnos por el otro, podemos ser solidarios, podemos darnos humanamente. No vale, no es suficiente. Desde nuestra vida cristiana Jesús nos recuerda hoy: amar al prójimo desde Dios, desde la imitación de Jesús, haciendo las cosas por amor a  Dios. Es entonces cuando, aunque uno se desgaste -y eso es lo normal, porque en la entrega hay desgaste- uno encuentra satisfacción en lo que está haciendo, porque lo está haciendo por Dios. Así tiene sentido completo la caridad cristiana, la entrega por Cristo.

Jesús ha señalado también cómo amar al prójimo, o sea no solo con el sentimiento, sino también con las obras. Este es el modo, dijo. Os preguntaré: tenía hambre en la persona de mis hermanos pequeños. ¿Me habéis dado de comer cuando estaba hambriento? ¿Me habéis visitado cuando estaba enfermo?

El Catecismo concreta estas y otras palabras de la Biblia en el doble elenco de las siete obras de misericordia corporales y las siete espirituales.

El elenco no está completo y haría falta ponerlo al día.

Y esto en nuestra sociedad. Y, por eso, escuchamos la voz autorizada de la Santa Sede, que dice a los farmacéuticos: ¡Cuidado con la píldora del día después! ¡Cuidado con practicar otra forma de aborto, un aborto químico que vosotros tenéis que impedir! Y por eso la Iglesia nos dice: ¡Cuidado con el tema del terrorismo! Y nos dice como ciudadanos: ¡Pedid justicia! Y nos indica como católicos: rezad por la conversión de los terroristas.

Y Juan Pablo I señala cómo todo esto se lleva a la sociedad. Porque no podemos hacer compartimentos estancos en nuestra vida y comportarnos en unos sitios de una manera y en otros de otra. Y recuerda él unas palabras de san Pablo VI en la Populorum progressio:

Con lastimera voz los pueblos hambrientos interpelan hoy a los que abundan en riquezas. Y la Iglesia, conmovida ante tales gritos de angustia, llama a todos y cada uno de los hombres para que, movidos por amor, respondan finalmente al clamor de los hermanos[2].

¡¡¡Y de esto hace más de cincuenta años!!! Y seguimos en lo mismo…

Este es el testimonio que los cristianos, como personas que viven en sociedad, tienen que dar en el mundo político, tienen que exigir a sus gobernantes. Y así en tantos otros campos. Es la doctrina social de la Iglesia, que debemos hacer vida.

A la luz de estas expresiones tan fuertes para nuestra conciencia se ve cuán lejos estamos todavía muchas veces de amar a los demás como a nosotros mismos.

Señor, que te ame cada vez más. Ya sabemos que somos limitados, ya sabemos que tropezamos en infinidad de ocasiones. Que te ame cada vez más, Señor. Que esta sea nuestra oración todos los días. Hemos dicho en el salmo: Yo te amo, Señor. Tú eres mi fortaleza. Eso es. Yo te amo, Señor. Tú, que eres mi fortaleza, dame fuerza. Haz que te encuentre como lo que eres: mi refugio.

Digamos con sencillez: Shema, Israel. Quiero escucharte, quiero oír tus palabras, oh Dios. Porque nosotros también somos Israel. Hemos heredado la promesa del antiguo pueblo judío. Que de verdad busquemos a Dios para amarle, para entregarnos a Él. De la mano de la Santísima Virgen, la humilde Nazarena.

 

PINCELADA MARTIRIAL

De la homilía de monseñor Juan Antonio Reig Plá, obispo de Alcalá de Henares, en el Cementerio de los Mártires de Pa­ra­cue­llos de Ja­ra­ma, el 19 de no­viem­bre de 2017.

Los 143 beatos de Paracuellos. Ya son 143 los bea­ti­fi­ca­dos cu­yos cuer­pos es­pe­ran en este va­lle la lla­ma­da de la re­su­rrec­ción. Como los pi­nos, que fue­ron tes­ti­gos de su mar­ti­rio, ex­tien­den sus ra­mas, así no­so­tros abri­mos hoy nues­tros co­ra­zo­nes para abrazar­les como ven­ce­do­res en el com­ba­te de la fe. En­tre ellos hay sa­cer­do­tes, religio­sos y lai­cos a los que re­ci­bi­mos como tro­feos que nos in­di­can la vic­to­ria de la gra­cia en la de­bi­li­dad hu­ma­na.

Las cru­ces blan­cas de este ce­men­te­rio, pre­si­di­das por la cruz que se ex­tien­de so­bre la co­li­na, hoy bri­llan con nue­vo res­plan­dor re­cor­dán­do­nos las raí­ces cris­tia­nas de nues­tro pue­blo y lle­nan­do nues­tros co­ra­zo­nes de nue­vo en­tu­sias­mo al con­tem­plar el triun­fo de la cruz.

Los 143 bea­tos, y los que es­tán en ca­mino, ha­cen de este lu­gar un san­tua­rio que nos in­vi­ta a la pe­re­gri­na­ción para re­ci­bir el alien­to de quie­nes nos pre­ce­die­ron en el iti­ne­ra­rio ha­cia el Cie­lo.

Para to­das las Con­gre­ga­cio­nes re­li­gio­sas cu­yos bea­tos es­tán aquí en­te­rra­dos, para todas las fa­mi­lias de los caí­dos, para nues­tra dió­ce­sis de Al­ca­lá de He­na­res y para toda Es­pa­ña, este es un lu­gar sig­ni­fi­ca­ti­vo que me­re­ce el res­pe­to por par­te de to­dos, la ve­ne­ra­ción y el cul­to con el que hon­ra­mos a los bea­tos, y al mis­mo tiem­po lu­gar de pere­gri­na­ción de los cre­yen­tes, par­ti­cu­lar­men­te los más jó­ve­nes, para que re­ci­bien­do el tes­ti­mo­nio de los már­ti­res, se ani­men a se­guir a Je­su­cris­to como el Ca­mino, la Verdad y la Vida.

…Nues­tros már­ti­res su­pie­ron dis­cer­nir las cir­cuns­tan­cias para no ser sor­pren­di­dos por la muer­te que, se­gún el após­tol Pa­blo, lle­ga­rá como un la­drón. Como hi­jos de la luz e hi­jos del día su­pie­ron es­tar vi­gi­lan­tes y pre­pa­ra­dos, ha­cien­do de las dis­tin­tas cár­ce­les es­pa­cios don­de per­ma­ne­cía ar­dien­do la lla­ma de la fe. En este sen­ti­do es muy elocuen­te el tes­ti­mo­nio del már­tir bar­ce­lo­nés P. Vi­cen­te Que­ralt, fun­da­dor de la Asociación “Ju­ven­tud de San Vi­cen­te Paúl”, para la que com­pu­so el himno cuya le­tra dice: En la tem­pes­tad más fuer­te en­rai­za­re­mos/ mu­rien­do por Dios, si es ne­ce­sa­rio con no­ble an­he­lo; / pero nun­ca ba­ja­re­mos, co­bar­des la ca­be­za, / que el már­tir siem­pre mue­re mi­ran­do al Cie­lo.

Este es el se­cre­to de los már­ti­res: ver el Cie­lo abier­to y desear lle­gar a la bienaventu­ran­za eter­na jun­to a Dios. De ahí arran­ca su li­ber­tad y la ca­pa­ci­dad que da la gra­cia para afron­tar el su­fri­mien­to y la muer­te. Ellos son para no­so­tros maes­tros que nos en­se­ñan a pu­ri­fi­car nues­tro co­ra­zón y a im­pe­dir que la ra­zón se lle­ne de sober­bia. Como re­sul­ta evi­den­te, en la per­se­cu­ción re­li­gio­sa se puso de ma­ni­fies­to el odio a Dios y a la fe. Sa­bien­do que en el co­ra­zón de todo hom­bre está pre­sen­te el anhe­lo de jus­ti­cia, en vez de con­du­cir este an­he­lo por los ca­mi­nos de la ca­ri­dad construc­ti­va y la paz que nace del per­dón, se en­ca­mi­na­ron por las sen­das del odio y del ren­cor. Y es que cuan­do fal­ta la fe en Dios la ra­zón cae pre­sa de las ideo­lo­gías y aca­ba cie­ga. Lo mis­mo el co­ra­zón, cuan­do no está ple­ni­fi­ca­do por el amor de Dios, fácil­men­te pue­de ser lle­va­do por los mo­vi­mien­tos re­vo­lu­cio­na­rios.

Los már­ti­res de Pa­ra­cue­llos su­pie­ron ne­go­ciar sus ta­len­tos como nos re­cuer­da el Evan­ge­lio. Paro ello no solo pre­sen­ta­ron al Se­ñor sus cua­li­da­des acre­cen­ta­das y sus obras, sino que ofre­cie­ron sus per­so­nas como ho­lo­caus­to de ala­ban­za a Cris­to Rey. Ellos, como Cris­to, fue­ron gra­nos de tri­go que ca­ye­ron en la tie­rra y la fe­cun­da­ron. Sus fru­tos son la fe de nues­tro pue­blo que si­gue su es­te­la de luz. Ellos ya han lle­ga­do a la Pa­tria de­fi­ni­ti­va, la Je­ru­sa­lén del Cie­lo y han po­di­do es­cu­char las pa­la­bras del Se­ñor: Bien, sier­vo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco en­tra en el gozo de tu Se­ñor (Mt 25, 21). Ani­ma­dos por su tes­ti­mo­nio y por el desen­la­ce de su vida a no­so­tros nos co­rres­pon­de sem­brar nues­tra tie­rra de la se­mi­lla del Evan­ge­lio. Como ellos, nosotros ne­ce­si­ta­mos vol­ver el co­ra­zón a Cris­to, el úni­co maes­tro que nos en­se­ña verda­de­ra­men­te “el arte de vi­vir”, por­que Él mis­mo es el Ca­mino, la Ver­dad y la Vida. Como ellos ne­ce­si­ta­mos de­jar más es­pa­cio a Dios en nues­tra vida, su­pli­car la conversión y po­ner toda nues­tra es­pe­ran­za en Cris­to, quien, me­dian­te la Igle­sia, nos con­du­ce al Cie­lo, a la glo­ria de los bie­na­ven­tu­ra­dos. De­jar de ser tes­ti­gos de Cris­to y de­jar de anun­ciar el Cie­lo se­ría la peor in­jus­ti­cia y la peor po­bre­za para Es­pa­ña, que ha re­ci­bi­do de Dios la mi­sión de pro­pa­gar la fe.

Que­ri­dos her­ma­nos: los már­ti­res nos es­pe­ran en el Cie­lo e in­ter­ce­den por no­so­tros. Por la in­ter­ce­sión de la Vir­gen Ma­ría y de to­dos los már­ti­res su­pli­ca­mos del Se­ñor poder en­tre­gar a nues­tros her­ma­nos más po­bres la me­jor de las li­mos­nas: la fe en Dios que nos abre a la es­pe­ran­za. Si es así, un día es­cu­cha­re­mos el cán­ti­co pro­fé­ti­co: Al pa­raí­so te lle­ven los án­ge­les, a tu lle­ga­da te re­ci­ban los már­ti­res, y te in­tro­duz­can en la ciu­dad san­ta de Je­ru­sa­lén. El coro de los án­ge­les te re­ci­ba, y jun­to con Lá­za­ro, pobre en esta vida, ten­gas des­can­so eterno. Amén.

 

[1] JUAN PABLO I, Enseñanzas al pueblo de Dios, pág. 27 (Vaticano, 1978).

[2] San PABLO VI, Populorum progressio  nº 3