Padre santo: guárdalos en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros, dice el Señor (Jn 17,11).
Al acercarnos a comulgar, a la comunión, escuchamos este paso de la oración sacerdotal de Jesús, le oímos orar al Padre. No es su cuerpo sin más, abstraído de todo, sino un cuerpo que ora por nosotros y para nosotros. Y, en esta oración, nos damos cuenta de que los frutos de la Eucaristía son una obra trinitaria.

La segunda de las plegarias eucarísticas, dirigida al Padre, en un momento reza así: "Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo". Una oración en la que nos unimos a la oración del Sumo y Eterno Sacerdote y en la que le pedimos al Padre que el Espíritu lleve a cabo esa unidad.

Una unidad, una comunión, que tiene un contenido inconmensurable. El cuerpo de Cristo es alimento divinizador y la unidad de la que se trata es la que hay en el seno de la Trinidad entre las tres divinas personas.

Una unidad que tendrá su plenitud en el cielo, pero que aquí ya empieza y que en el amor mutuo entre los creyentes, como Cristo nos ha amado, tiene su concreción y expresión. Ahí conocerán que somos discípulos suyos (cf.
Jn 13,34s) y gracias a esa unidad creerá el mundo que Jesús es el enviado del Padre (cf. Jn 17,21).

El cuerpo eucarístico hace el cuerpo místico y éste manifiesta al Señor.