(Continua de Ante la futura ley de "libertad" religiosa (I))
II RELACIONES ENTRE EL ESTADO Y LA IGLESIA
Descartados el principio liberal político y el principio liberal protestante, conviene insistir, desde el ángulo de mira que ahora nos situamos, que ya no se trata de conocer la incidencia del valor religioso en el Estado, sino de examinar las relaciones entre el Estado y las comunidades eclesiales, con independencia de la confesionalidad o no del Estado mismo. Adviértase, pues, que el problema se plantea incluso tratándose de un Estado confesional católico, pues el Estado católico no absorbe a la Iglesia y ambas sociedades perfectas se mantienen diferenciadas.
La necesidad de estas relaciones viene impuesta por dos argumentos: uno, que arranca del hecho, ya apuntado, de incidir ambos poderes, el político y el religioso, sobre los mismos sujetos, al mismo tiempo y en el mismo espacio; otro, que tiene su origen en las interferencias que se derivan del llamado poder indirecto que a la Iglesia corresponde sobre lo temporal y de la competencia también indirecta que al Estado le corresponde en el campo de lo espiritual (Ve. “Apostolicam actuasitatem”, nº 7, y Pío XII, “summi pontificatus”).
El problema se resuelve, en una situación de normalidad, a través de acuerdos entre el Estado y la Iglesia, por los cuales pactan sobre las cuestiones mixtas.
El tipo de acuerdos a que se hace referencia es, en cierto modo, equiparable a los Tratados Internacionales. Tales acuerdos se llaman Concordatos, y en ellos, como en el Español de 27 de Agosto de 1953 -calificado por las autoridades eclesiásticas como óptimo-, la Iglesia pretende, de acuerdo con la Declaración “Dignitatis Humanae”(13), su reconocimiento, no solo por el título común a cualquier grupo de hombres que viven comunitariamente su religión, sino, como subraya Guerra campos, “como autoridad espiritual constituida por Cristo Señor, a la que por divino mandato incumbe el deber de ir por todo el mundo y de predicar el Evangelio a toda criatura”.
Desde la perspectiva de un Estado neutro
Cuando el Estado, más que neutro, se define como laico, bien por precepto constitucional, bien por inspiración doctrinaria, acepta el principio liberal, y todos los grupos religiosos se contemplan como puras asociaciones de carácter privado, sujetas al régimen normal de todas las asociaciones o -atendiendo a su fin- a una regulación especifica, que requiere la inscripción en un Registro propio.
El esquema polifacético de las relaciones Iglesia-Estado no pueden marginar las situaciones de conflicto que surgen cuando se desorbitan las facultades propias de cualquiera de los dos poderes. Tal ocurre cuando la comunidad política pretende utilizar “placet regio” o “regium exequatur”, como ocurría en España en tiempos e Carlos III, sometiendo a una supervisión las disposiciones de la autoridad eclesiástica, que suspende hasta que sea concedida, su entrada en vigor en el territorio del Estado (regalismo, que condenó el Concilio Vaticano I), o cuando las autoridades eclesiásticas, desviándose de su verdadera misión se interfieren en los asuntos cuya jurisdicción corresponde al poder político (clericalismo).
Pues bien; ante una situación de conflicto, como la que ciertos sectores eclesiales producen, al amparo de la “denuncia profética” y de la teología de la liberación y ciertos separtismos, y sabiendo que la Iglesia no sólo tiene derechos, sino también deberes para con el Estado, hay que señalar, sin escrúpulos ni titubeos, que la comunidad política, de origen divino mediato, y anterior a la Iglesia, tiene perfecto derecho a defenderse.
Esta defensa, que puede llevar a un Estado confesionalmente católico a enfrentarse con la Iglesia, cuyo valor religioso transcendente ha incorporado a su concepto de bien común, será muy dolorosa; pero el dolor que el enfrentamiento conlleva no excluye la obligación de defenderse. Esta defensa puede llegar a una situación limite; y esa situación limite supone la ruptura de relaciones, con la retirada consiguiente del Embajador en el Vaticano y el Nuncio en España, la denuncia del Concordato y, a lo sumo, la firma de un “modus vivendi” que, con carácter provisional y en espera de un cambio de criterios y conductas, atienda a los asuntos más perentorios y urgentes.
Pues bien; la mejor forma de evitar los roces entre la Iglesia y el Estado consiste, no en el entendimiento tácito, de que hablaba Maritain, sino en el entendimiento expreso, escrito, solemne y concordado, que contemple las cuestiones mixtas, por las que, entre otras, hay que entender las siguientes: Nombramiento de prelados; matrimonio, enseñanza, fuero eclesiástico y financiación.
Un examen aun cuando sea breve de las cuestiones mixtas se hace necesario para completar el conocimiento del tema.
Si es verdad que la Iglesia, como sociedad perfecta, puede nombrar libremente a sus pastores, también es verdad que al Estado interesa que tales pastores, que, por razón de su poder religioso, se convierten en ciudadanos específicamente distinguidos, no conturben el desenvolvimiento de la vida civil comunitaria. Tal es la razón por la cual los Estados exigen que los obispos que nombra el Papa no sean extranjeros y pretendan asegurarse de la no hostilidad de los mismos hacia los valores que el propio Estado representa. El llamado derecho de presentación es una de las fórmulas empleadas para lograrlo, debiendo significarse que este derecho no ha supuesto nunca a designación episcopal por el Estado, sino la propuesta de nombres entre los que el Papa elige, con absoluta libertad. Por otro lado, el derecho de presentación, concordado con España, cuando el estado era confesionalmente católico, no era el único, ni siquiera el más generoso. Como prueba de ello puede citarse el derecho concedido al presidente de la República laica francesa, para proponer como Obispo a un solo sacerdote, para una diócesis determinada.
2) Matrimonio;
Ahora bien; como el matrimonio, canónico o civil, con independencia de su indisolubilidad, produce efectos civiles, es lógico que tales efectos civiles caigan bajo la competencia del Estado.
1) el matrimonio, por serlo, es indisoluble;
3) el matrimonio de los católicos se contrae ante el ministro de la Iglesia. Los efectos civiles del matrimonio canónico se siguen del mismo, con tal de que conste su celebración en los libros del Registro Civil. Esta solución se conturba cuando el Estado no reconoce como matrimonio al que no se ha contraído ante el oficial del estado civil, o cuando, reconociendo como matrimonio el contraído ante el ministro de la Iglesia, cercena el reconocimiento de la indisolubilidad y declara competentes a los tribunales civiles para disolver el matrimonio canónico, mediante sentencia de divorcio vincular. Tal es lo que sucede hoy en España, aún cuando el art. VI de los Acuerdos con la Santa Sede, sobre asuntos jurídicos, de 3 de Enero de 1979, señale que “el Estado reconoce los efectos civiles al matrimonio celebrado según las normas del Derecho canónico.
3) Enseñanza;
La solución ideal de esta cuestión mixta, consiste en el reconocimiento por parte del Estado
) De ayuda económica directa, es decir con cargo al presupuesto, o indirecta, a través de exenciones o bonificaciones tributarias, a sus Centros escolares, con tratamiento análogo, por justicia distributiva, a los centros de carácter oficial; y
4) Fuero eclesiástico;
En la practica sin embargo la solución ideal, que quiso ponerse en practica en nuestro Concordato de 1953, demostró su ineficacia cuando la Iglesia se politizo en tales términos, que desconoció el contenido literal de su art. 16, 3, cuyo texto decía: “El Estado reconoce y respeta la competencia privativa de los tribunales de la Iglesia, en aquellos delitos que exclusivamente violan una ley eclesiástica”, y denegó sistemáticamente la autorización del Ordinario para procesar a sacerdotes que habían cometido delitos públicos graves.
Si la Iglesia tiene como objeto la salvación de las almas, y el logro de tal objetivo se enmarca en el bien común transcendente que ha de servir el Estado, no puede escandalizar que el Estado, que dispone de los recursos que por vía de impuestos le proporcionan los súbditos, atienda en justicia con los mismos a favorecerlo. Por otra parte, la Iglesia atiende al pueblo, sin discriminación, a través de innumerables instituciones hospitalarias o benéficas, cuya subsistencia, aumento y mejora es a todas luces conveniente.
Ejercitada esta renuncia, queda en pie, sin embargo la ayuda a las instituciones a que antes hicimos referencia, pues tales ayudas -por vía directa o tratamiento fiscal favorable- no lo serán a favor de la Iglesia, sino de las obras como tal consideradas.
Sirvan de conclusión y síntesis de cuanto acabamos de exponer las siguientes afirmaciones:
2) La Política debe levantar como principios fundamentales: el del origen divino del poder; el de la consideración del gobernante como ministro de Dios; y el del bien común integral, inmanente y transcendente, como fin de la comunidad política, de la autoridad que la rige y del ordenamiento jurídico.
4) La Política, por ello mismo no es un deslizamiento hacia la corriente secularizadora de las estructuras temporales y de pluralismo religioso, sino una actitud gallarda que pretende la unidad católica y la “consacratio mundi”, compendiada en el lema “instaurare omnia in Christo”.