Los proyectos del corazón del Señor subsisten de edad en edad, para librar las vidas de sus fieles de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre (Salmo 33(32),11.19).
Nuestros planes están sometidos a mil avatares, las circunstancias constantemente los ponen en cuestión. Unas veces los obstáculos se convierten en nuestros aliados, pues nos llevan a descubrir lo ilusorio, absurdo, imposible o malo de nuestras ideas y, gracias a ello, nos encontramos con la posibilidad de renunciar a nuestros planes. Otras veces las dificultades y la adversidad nos llevan a prescindir de lo bueno. Adán en el paraíso, renunció a que su plan sobre él fuera el de Dios.

Los proyectos de Dios son imperturbables, gozan del realismo divino. La fidelidad de Dios es su firma en la gran Historia del hombre y en nuestra pequeña biografía personal. Tras el pecado de Adán, los planes de los hombres chocan con el plan de Dios, porque nacen de nosotros. Esto nos produce sufrimiento, parimos con dolor, trabajamos con sudor. Pero esto es una bendición, porque nos descubre que no somos dioses, que nada valioso tiene su origen en nosotros. Y, por ello, tenemos la posibilidad de, palpando la humillación que supone el fracaso, buscar el verdadero hontanar del sentido de nuestra vida.

Salvados por Cristo, nuestro caminar está amenazado por la muerte del alma, que es el pecado, y por el hambre. En la Eucaristía, los fieles celebran el proyecto del corazón del Señor sobre nosotros: ser hijos con el Hijo. En ella, frente a la muerte, se nos ofrece la vida divina, frente al hambre de divinidad, el Cuerpo y la Sangre de Cristo.