Conforme fui creciendo e involucrándome más en la vida de la Iglesia he podido constatar que los que están obsesionados con cambiar los dogmas tomando como pretexto al diálogo (que, desde luego, siempre es necesario), son curiosamente los más radicales y verbalmente agresivos con los que no aceptan su postura de desmantelamiento; o sea, de relativismo simple y llano. Entonces, ¿no hay en ello una incongruencia? Rechazan el dogma pero son dogmáticos con el suyo. Por ejemplo, cuando llaman “conservador”, “derechista” o “rígido” a un joven que se interesa en la liturgia bien celebrada. Me pregunto, ¿qué tiene de “rígido” buscar que las celebraciones sean lo que deben ser? Lo que subyace es que el tono dogmático de los “sin dogma” viene de una soberbia a menudo de tipo intelectual y no porque la vida de estudio sea algo malo, sino por vivirla fuera del Espíritu de Jesús y, por ende, afectada por una carga ideológica que polariza. Nadie discute la existencia de jóvenes nostálgicos que pueden caer en la tentación de un pasado inexistente y poco comprometido con la necesaria acción social en favor de los que menos tienen (y que habrá que atender asertivamente para ubicarlos y ayudarlos a integrarse mejor) pero tampoco podemos “meter a todos en el mismo saco” solamente por el hecho de que pidan -con justa razón- una Misa celebrada como lo pide la Iglesia. El otro día uno me contó: “se me ocurrió decir que estaría bien usar el órgano en vez de los guitarrazos sin ton ni son y me tildaron de radical”. No podemos hacer eso. Fue una sugerencia que hizo y que tiene su sentido incluso técnico. Además de que justamente el Concilio Vaticano II argumenta la necesidad de priorizar dicho instrumento musical (órgano) porque tiene la cualidad de pacificarnos (cf. Constitución Sacrosanctum Concilium, número 120) y disponernos a celebrar los misterios de nuestra fe para luego, eso sí, llevarlo a lo concreto del día a día.
Insisto, acepto claramente que puede darse el caso de confundir sana tradición con cuadratura pero no es en todo los casos. Más bien, se trata de una generación que está en búsqueda de la “reforma de la reforma”; es decir, vivir el Concilio Vaticano II en su correcta hermenéutica (la de continuidad) y no distorsionándolo a conveniencia de ciertos sectores que realmente van más en la línea del mero activismo incluso de tipo partidista haciendo de la Iglesia una ONG. El Papa Francisco nos ha puesto sobre aviso en todas estas cuestiones al pedir recientemente que los templos y espacios litúrgicos no pierdan el carácter de ser lugares de oración.
Los dogmas, como verdades esenciales de nuestra fe, no son una cárcel o imposición, sino la garantía de que la opción de Jesús siga llegando de forma íntegra de una generación a otra. Por lo tanto, no asumamos un discurso dogmático basado en el relativismo que vacía la fe de su contenido, de la experiencia de un Dios que nos sigue llamando y que nunca se cansará de hacerlo.