Al pie de un árbol tuvo lugar la caída del primer hombre, perdiendo desde aquel momento todos los tesoros de gracias que había recibido de su Creador.
La restauración de aquel orden moral derruido en el Paraíso, también hubo de realizarse en otro árbol, en el árbol de la Cruz, pero antes de llegar el Divino Redentor a abrazarse con el duro leño, en cuyos brazos había de dejar su inocente vida para salvar la nuestra miserable y pecadora, quiso Jesucristo pasar una noche, la noche de su pasión dolorosísima, junto a los olivos de Getsemaní.
La suavísima y especiosa oliva, símbolo de la paz, fue testigo en aquellas largas horas de agonía del misterio más grande, del misterio más incomprensible a nuestra menguada capacidad, el del fallecimiento del Hombre-Dios, ante los trabajos de la Cruz.
Tan grande fueron sus desmayos y tan angustiosas la tristeza y congojas del corazón divino, que hasta la sangre de sus venas llegó a mostrarse en forma de sudor por todo su cuerpo, empapando las vestiduras y corriendo hasta la tierra que, llena de espanto, sostenía sus delicados miembros.
¿Qué significaba este fenómeno? ¡Lucha de la pobre carne mortal contra la voluntad generosa de Jesús, que se ofrece al sacrifico impuesto por nuestro mismo amor!
La voluntad no es todo en el hombre; aun los más adictos a los divinos mandatos, están constituidos por un conjunto de facultades sensibles que repugnan el dolor: es un instinto de conservación, una voluntad de vivir que resiste a la muerte.
Estas facultades tenían en Jesús su perfecta energía. Podía librarse del dolor; Jesús no quiso hacerlo; quiso, por el contrario, sufrir y someterse a todo cuanto puede contener en sí el sufrimiento de amargo y humillante, a todo cuanto de espantoso tiene la muerte.
El hombre no sabe los dolores que le esperan. Jesús los veía anticipadamente. Y este cuadro espantoso que cruzó con todos sus detalles por su mente en aquellas tristísimas horas del huerto, fue así como un torrente de dolor y de tristeza que le abatió hasta lo profundo, le derribó en tierra y allí hubiera sucumbido si la fortaleza divina no se hubiera apresurado a sostenerle.
Y esto es lo que significa y lo que quiere expresar el precioso grupo escultórico, reproducción del famoso paso de Salzillo, La oración del huerto, que para la Real Archicofradía del Santísimo Cristo de la Misericordia, ha construido con notable acierto, la casa de Rabasa e Hijos, de Játiva, y que este año figurará en las procesiones de Semana Santa de nuestra ciudad.
La figura de Jesús, de irreprochable factura, de rodillas, agotadas sus fuerzas, con sus brazos caídos, el rostro pálido y marchito, sus ojos levantados al cielo y poniendo en su mirada toda la dulzura y mansedumbre del cordero que, sin protesta, se entrega al sacrificio, y al mismo tiempo la súplica resignada, pero insinuante y dolorosa de la víctima en demanda de compasión a los cielos y a los mismos hombres, por cuya salud se entrega, es de un éxito emotivo tan claro y tan rotundo que no necesita más el espectador que se detiene a contemplarle, para sentir en lo más interior de su ánima, efectos de piadosa ternura para el que así sufre, y de justa reprobación para los que así le hacemos sufrir.
La figura del ángel tiene, a nuestro modo de ver, un mérito verdadero, y es el misticismo tan puro y delicado de su expresión, que borra en seguida la impresión de sensualismo que sus viriles formas y su acentuada desnudez pudieran producir en el ánimo.
Es un verdadero ángel como le concibió el maestro Salzillo y como le sintieran aquellos excelsos artistas de los pasados siglos, que sabían llevar a sus lienzos y a sus tallas la luz de inspiración ultraterrena, recogida en la contemplación de la belleza, en la espiritual penetración de lo divino.
Sostiene el alado espíritu con una mano la cabeza del divino Nazareno, mientras con la otra señala el cielo, a donde penetra su mirada como indicando el lugar de donde bajan a la tierra las fuerzas que lo terreno sostienen.
Y es de gran enseñanza para el hombre saber que el corazón divino anhela a veces sus consuelos y sus amores, como busca el padre los cariños y miradas de sus hijos.
Con tan preciosos misterios de vida y de amor, ha enriquecido Talavera su tesoro artístico y su rico acerbo de tradición y de fe.