Gabriel García Márquez escribió en 1985 “El amor en los tiempos del cólera”, según parece basada en la historia de amor entre sus propios padres. La tesis de fondo es que el amor es másfuerte que la enfermedad y la muerte. Y si eso es así con el amor humano, infinitamente más lo es con el amor de Dios. En tiempos del cólera, o en tiempos de peste, o ahora en tiempos del coronavirus, de lo único que no podemos dudar los católicos es del amor de Dios. Además, estando en Cuaresma, ¿podemos dudar de que nos ama, cuando le vemos camino de Jerusalén, dispuesto a ser crucificado para darnos la vida más importante, la eterna?
Es hora, por lo tanto, de mirar a Dios y de renovar nuestra fe en su poder y en su amor. Y también de recordar que la muerte, si es que llega ahora o si nos dan una prórroga y vivimos unos años más, no es el final del camino. Hemos desterrado la muerte de nuestro horizonte, como si por ello ésta dejara de existir. Esta pandemia la ha vuelto a colocar ante nuestra mirada, con toda su crudeza, y el mundo entero ha entrado en pánico. No se trata de frivolizar ante lo que está sucediendo, ni de tomárselo a la ligera, pero creo que para un creyente la posibilidad de enfermar y morir no debe ser un hecho tan extraordinario que nos lleve a volvernos locos. Repito: Hay vida eterna, y es Cristo quien nos la ha ganado pagando el precio de su sangre. Esta es nuestra esperanza -San Pablo dice en la primera carta a los Tesalonicenses que la esperanza es el yelmo que debemos ponernos en la cabeza para que la razón no desvaríe- y en ella debemos apoyarnos en momentos así. Por lo tanto, hay que mirar al cielo, aunque con los pies en la tierra. Hay que ser muy respetuosos con las medidas que exigen las autoridades sanitarias, pero sin olvidar que nuestra vida está en manos de Dios y que él es más poderoso que cualquier virus. No respetar esas medidas, pensando que Dios hará milagros y no nos pasará nada, es tentar al Señor y esa tentación ya la rechazó Jesús en el desierto, pero volvernos locos de pánico es perder de vista el poder de Dios y abandonar la confianza en Él.
Creo, lo digo humildemente y sin deseo de criticar a nadie en una hora tan compleja como ésta, que eso es lo que la Iglesia debe hacer. Al principio, en muchas diócesis del norte de Italia, se cerraron las iglesias; luego se impuso el sentido común y se permitió a los fieles que acudieran a ellas, aunque no había misas abiertas al público, pero sí la posibilidad de ir a rezar; muchos sacerdotes, siempre respetando las leyes, han estado escuchando confesiones y dando la comunión de forma individual. En otros sitios, como Madrid por ejemplo, se permiten las misas y las Iglesias están abiertas, pero se pide a los sacerdotes que velen para que sólo se llene un tercio del aforo, a la vez que se dispensa del cumplimiento del precepto dominical. En Polonia, se ha pedido a los ancianos y a los niños que no vayan al templo. El Santo Padre ha lamentado que en algunos sitios se tomen medidas drásticas y ha dicho que no siempre eso es lo mejor, sin embargo en su Diócesis de Roma no le han hecho caso y, que yo sepa, es la única en Italia donde no sólo no hay misas sino que todas las iglesias se han cerrado; dicen que es por los turistas, pero la verdad es que en Italia ya apenas quedan turistas.
Por lo tanto, prevención y obediencia a lo que recomienden las autoridades, sí; histeria, no. Dios quiere estar a nuestro lado en estos momentos y los templos, salvo excepciones por causas gravísimas, deben estar accesibles a los fieles, aunque no haya misas. Miremos al cielo, revistámonos con el yelmo de la esperanza y pongamos nuestra confianza en la Divina Misericordia, a la vez que cumplimos las leyes para evitar la propagación de la epidemia. Y pidámosle a San José que siga cuidando de la Iglesia, como ha hecho siempre.