Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Le creó como un animal, del género homo y de la especie sapiens, pero que se distingue de todas las demás criaturas por tener alma, que es precisamente lo que le hace semejante a Dios. El alma, según nos enseñó San Agustín, tiene tres facultades: memoria, inteligencia y voluntad. Con ellas gobierna a la entera persona, pues cuerpo y alma forman una unidad, a fin de que el preciado don de la libertad se ejercite correctamente y no se convierta en libertinaje. El libertinaje es la corrupción de la libertad o, dicho de otro modo, el pecado es el mal uso que el hombre hace del don de la libertad. Dios nos ha hecho libres y, en función de ese don divino, podemos elegir entre hacer el bien o hacer el mal, pero cuando elegimos hacer el mal no sólo hacemos daño a Dios y al prójimo, sino que reducimos nuestra capacidad de elegir libremente en la próxima decisión que tomemos. El pecado nos hace cada vez menos libres, más esclavos de nuestras pasiones, menos capaces de poder elegir libremente, como demuestran las adicciones.
La eutanasia ha sido aprobada en España y lo ha sido en nombre de la libertad. Tenemos que ser libres incluso para matar o para morir. Nada por encima de la libertad. Es exactamente el mismo argumento que se usa para justificar el aborto: “mi cuerpo en mío -dicen las abortistas- y hago con él lo que quiero”, sabiendo que al abortar están matando a alguien que está dentro de ellas como un huésped pero que no es una parte de su cuerpo, algo así como si el dueño del hotel pudiera matar a sus clientes. Pero este uso corrupto de la libertad no genera vida, sino muerte. Sus partidarios sólo saben matar y sus propuestas se reducen a acabar con el que molesta, sea el bebé no nacido o sea el anciano y el enfermo. Y lo mismo que sucede con las adicciones, este uso de la libertad contrario a la naturaleza de la misma, va sometiendo al hombre cada vez más a sus pasiones, va haciéndole cada vez menos libre. El alcohol reclama más alcohol, la pornografía reclama más pornografía, la violencia más violencia, en una espiral autodestructiva que transforma al hombre en un esclavo de sus instintos y le deja sin libertad para poder decir “no” a lo que su cuerpo le pide. Ese es el mundo inhumano, diabólico, que están construyendo los ateos laicistas. Es el mundo de la cultura de la muerte. Es el mundo donde en nombre de la libertad se justifican todos los excesos y se termina por acabar con la propia libertad.
Por eso, lo que no entiendo es que haya católicos -no digo paganos bautizados, sino católicos practicantes- que voten a partidos políticos que promueven el aborto y la eutanasia. Los católicos somos una minoría que ya no tiene relevancia suficiente
como para evitar la aprobación de leyes inicuas, pero deberíamos ser una minoría coherente y unida. Quisiera que todos esos católicos que colaboran con su voto a la aprobación de leyes asesinas se convirtieran o dejaran de serlo. Nosotros no matamos a nuestros niños en el vientre de su madre, ni matamos a nuestros ancianos o a nuestros enfermos, sino que los cuidamos. Los que quieran matarlos o apoyen con su voto que se les mate, están de más en la Iglesia. Por favor, o que se conviertan o que se vayan. Son lobos vestidos de piel de oveja, colaboradores del demonio que simulan tener una fe que no tienen, responsables de la muerte de inocentes, cuya sangre clama justicia ante Dios.
Con el aborto y la eutanasia, la cultura de la muerte ha vencido y el libertinaje ha acabado con la libertad. Y los principales responsables de todo esto son los católicos que, con su voto, han apoyado a los que han legalizado estas leyes inicuas y crueles. Han puesto a su partido político antes que a Dios y se han convertido en cómplices de la matanza de los inocentes. Que Dios les perdone.