“¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?” (Lc 6, 41)
El afán de juzgar al prójimo -y también el de darle consejos- ha estado siempre presente en el hombre. Cristo nos advierte contra él, por lo que tiene de peligroso, ya que resulta casi imposible saber todos los detalles de una causa que ha tenido lugar en los secretos del corazón.
No te precipites al juzgar, entre otras cosas porque esa es una tarea que solo puede hacerla bien Dios, ya que sólo él conoce todos los detalles de la causa. Además, ¿estás seguro de que no eres parte implicada en ese juicio?, ¿estás seguro de que eres objetivo, de que no te ciega la pasión?; ¿tratarías del mismo modo a aquel que criticas si fuera tu hijo, tu amigo o simplemente alguien por el que sientes simpatía?; ¿no encontrarías, si fueras tú el juzgado, muchos motivos de excusa para justificar o al menos atenuar la gravedad de tu acción?; ¿no pedirías una nueva oportunidad?
De la abundancia del corazón habla la boca, dice el Señor con razón. Conocerán tu corazón por lo que hable tu boca. Si eres una persona proclive a destacar lo negativo de los que te rodean, sabrán pronto cómo eres: pesimista, quisquilloso, susceptible, envidioso, rencoroso. Y, lo que es más importante, te trataran del mismo modo que tu trates. Si te acostumbras a ver el lado oscuro del prójimo y a ponerte siempre en lo peor, aplicando aquel pesimista dicho de “piensa mal y acertaras”, no te extrañes de que hagan lo mismo contigo; no te quejes si tú, que a tantos has robado la fama poniendo en solfa sus buenas intenciones, recibes de los demás una medida parecida. No pidas para ti comprensión si no la has querido ofrecer a los demás.
Por eso conviene analizar antes que nada como está la propia casa. Dicen que el que el tejado tenga de vidrio no debe tirar piedras a su vecino, porque es posible que el vecino se las devuelva y le rompa alguna teja.