Me llama mucho la atención cómo nos hemos dejado llevar por el ambiente relativista en este aspecto. Veamos por qué:
- Una pareja decide irse a vivir junta, y nosotros desde nuestra «tolerancia» nos decimos, para mí no está bien (esto en el mejor de los casos) pero si ellos son felices...
- Dos personas con atracción al mismo sexo deciden tener una relación íntima y formalizar esa relación y a nosotros nos parece que no está bien (esto en el mejor de los casos) pero si ellos son felices...
- Una mujer aborta porque le han detectado una discapacidad al niño, o porque le han dicho que tiene una enfermedad incompatible con la vida (ojo, que la expresión ya tiene tela) y nos parece mal, pero, bueno, pensamos que de esta manera se ha librado de muchos sufrimientos que le serían insoportables y ahora está más feliz.
- Una persona llega a altos cargos y se llena de riquezas ilícita y fraudulentamente... y aquí sí que nos indignamos (o no: si es de nuestra ideología política se lo perdonamos) pero nos indignamos con un toque de envidia, porque él se ha hecho rico y yo sigo haciendo malabares porque no llego a fin de mes.
- Un converso llega a la Iglesia y le hacemos mil fiestas, lo cual me parece estupendísimo, los conversos son un grandísimo regalo de Dios a su Iglesia. Pero parece que cuanto más «fiestero y pervertido» ha sido tanto más mérito tiene. Y mérito lo que se dice mérito no sé cuánto tendrá, igual mucho, aunque la conversión es una gracia, pero da la sensación de que lo alabamos porque ha abandonado una vida de desenfreno para sujetarse a la fe, ¿no será que pensamos que lo pasaba mejor antes? Por supuesto que el converso sabe que no es así, que su vida de desenfreno era un infierno y que Dios lo ha salvado. Pienso en el hermano mayor del hijo pródigo ¿no será que tenía envidia no tanto de la fiesta del Padre como de que el hermano haya estado de fiesta y de prostitutas y él no? Pues parece que el que siempre ha sido fiel no es digno de admiración, sino que es un pringadillo.
¿Pero es que se puede, entonces, ser feliz en el pecado? Pues la respuesta es bien sencilla: no. Porque si se puede ser feliz en el pecado, entonces Jesucristo es un impostor que ha venido a quitarnos los que nos hace felices, entonces Jesucristo se ha encarnado y ha dado la vida para librarnos de algo que es bueno, entonces la fe no tiene sentido, todo el edificio se desquebraja y se cae al suelo.
El pecado destruye, destruye al que lo comete, destruye al que lo recibe y destruye todo lo que toca, recordemos que va contra nuestra naturaleza, contra el bien común y contra Dios, minimizarlo es un error tan brutal que nos lleva a la perdición, aquí y en la vida eterna. Solo el Señor lo ha vencido y nosotros podemos vencerlo en tanto estemos unidos a la vid verdadera.
Aquí chocamos con dos tópicos de la tolerancia, tan bien sonantes como falsos, o por lo menos en su interpretación: «¿Quién soy yo para juzgar?» Pues nadie, yo no debo juzgar al prójimo, puesto que yo no conozco sus circunstancias, ni lo que hay en su corazón, ni sus luchas interiores, solo Dios puede juzgar, pero eso no significa que su acción sea objetivamente mala y que sea pecado, por lo menos de materia. Y si su acción es mala no debemos apoyarla ni justificarla porque es simple y llanamente colaboración con el pecado. Pero claro, hay que acoger, pues claro, pero acoger significa acoger «al pecador» no al pecado, porque si de verdad amamos al pecador tenemos que odiar al pecado.
Ejemplo sencillo, una persona ha caído en una adicción, es alcohólico, debemos acoger con ternura a esa persona, pero no justificar lo que hace y pensar que es muy feliz bebiendo. No, no está feliz bebiendo, su adicción lo está destrozando a él y a su familia y está tirando su vida al retrete. El verdadero amor es acogerlo en humildad y auxiliarlo en la medida que se deje para ayudarle a salir del alcoholismo. Esto es la verdadera compasión y la verdadera misericordia. Nosotros acogemos en Proyecto Raquel a personas que han abortado y, precisamente por eso, odiamos el aborto más que nadie porque sabemos de muy primera mano la destrucción, la muerte y el horror que genera, especialmente para la persona que ha abortado.
«No se puede imponer nuestra moral». Esta frase oculta varias mentiras: la primera es que es «nuestra» moral, no, no es nuestra, la moral no es relativa, una cosa no puede estar bien y mal a la vez dependiendo de lo que yo opine. Yo puedo opinar lo que quiera, pero hay una verdad, la Verdad, y puedo negarla, pero no deja de ser Verdad. La Verdad es Jesucristo, Dios no cambia de opinión ni se contradice a si mismo.
Es curioso que además este no imponer «nuestra moral» solo funciona en una dirección y solo en unos temas sí en otros no. Si yo digo que abortar es malo entonces estoy imponiendo mi moral y soy machista, retrógrada, fascista e inmisericorde. Si otro dice que tener relaciones con menores es estupendo porque los niños deben de vivir su sexualidad libremente desde la cuna entonces es «su moral» y yo no debo inmiscuirme.
La siguiente mentira es «imponer». Y aquí hay dos vertientes:
- En primer lugar, hay cuestiones que sí se deben imponer, puesto que afectan a un tercero inocente y debo evitar que se haga daño a ese inocente. Esto lo marca la ley civil muchas veces. Se me impone que yo no pueda matar a nadie, ni maltratarlo, ni abusar de él. Vivimos llenos de imposiciones, algunas injustas y muchas justas y necesarias. Se me impone que pare en un semáforo en rojo porque si me lo salto me mato yo y puedo matar a otros.
Pero, ciertamente, hay otras en que no cabe esa imposición, puesto que entra dentro del libre albedrío de las personas. Pero, ojo, la trampa está en que la proposición no es imposición, bien al contrario, es un homenaje al libre albedrío y un bien para la persona.
Proponer la fe y proponer la verdad no solo es nuestro deber, sino el mayor favor que le podemos hacer a alguien. Siempre queda en su libertad acogerla o rechazarla, pero no podrá acoger o rechazar algo que desconoce, esto no le hace más libre sino más ignorante.
La fe es contagiosa por naturaleza, cuando uno descubre un tesoro quiere compartirlo.
Saberse débil y pecador no es una desgracia, es en primer lugar vivir en la verdad y en segundo lugar, finalmente es una fuente de alegría y de paz porque nuestra miseria atrae la Misericordia, nuestra debilidad atrae la fuerza de Dios.