Hoy es Corpus (uno de los jueves que reluce más que el sol), el día en que sale a nuestras calles el Santísimo Sacramento, cuando adoramos públicamente a Jesucristo que se ha querido quedar entre nosotros en la hostia consagrada. El Corpus es también una explosión de belleza, desde las procesiones a las alfombras florales, desde las labradas custodias hasta el olor a incienso.
Pensaba en esto a raíz de la reciente publicación de un magnífico libro de Mons. Dominique Rey, La adoración en el corazón del mundo. El libro se estructura en cuatro bloques que se centran en algún aspecto de la adoración eucarística. El primero nos introduce en la importancia y el significado del silencio, ese silencio no solo exterior, sino sobre todo interior, evitando que el ruido de tanto ajetreo nos impida escuchar la voz de Jesús. El tercer bloque reflexiona sobre el tiempo y la eternidad, que podemos ya percibir de algún modo en la Eucaristía. El último bloque expone cómo en un mundo que vive en perpetua crisis, de colapso en colapso, aterrorizado por plagas, recesiones, guerras… la Eucaristía se nos presenta como la gran fuente de esperanza.
Pero es en el segundo bloque en el que Mons. Rey nos habla de la belleza de la Hostia. Belleza que podemos vislumbrar tras el velo del pan con el que Jesús, en su delicado amor, ha querido quedarse, escondido, entre nosotros. Presente a nuestros sentidos, pero sin abrumarnos. Explica el autor que la hostia es bella como un sol:
“En el libro del Génesis, la luz es la primera realidad creada por Dios. De esta luz brota la belleza de todo lo que ella ilumina. La luz es la fuente misma de la belleza del mundo. Ella lo ilumina desde su origen.
Estéticamente, la Hostia se parece a un sol. Es una, simple, como simple es el sol, y sobre todo como simple es Dios, que es sólo amor. ¿Y no es descrito a menudo el amor como un fuego? La Hostia redonda y circular se compara a menudo con un sol… La belleza de Dios es como un sol deslumbrante. La custodia suele tener forma de sol para recordárnoslo”.
Y más adelante señala que es una belleza que se oculta:
“Este ocultamiento es lo propio del amor. La belleza de Dios está en su amor, es decir, en el don que Él hace de sí mismo, y lo propio del amor es darse hasta desaparecer a nuestros ojos. Dios es la belleza radiante y suprema, más grande que toda belleza terrenal. Y, sin embargo, se vela, esconde su luz en el pan ácimo de la hostia para así llegarse hasta nosotros y no aplastarnos con su esplendor. Si viéramos su belleza, quedaríamos como hechizados por ella. Nos privaría de la libertad de elegirlo”.
Son muchas más las ricas reflexiones que este libro, que es un pequeño tesoro, nos deja. Este jueves en algunos lugares privilegiados, y el domingo en el resto, vamos a poder contemplar la belleza del Santísimo Sacramento en todo su esplendor, pero el resto del año seguirá ahí, en las numerosas ocasiones en las que, de forma más humilde, la hostia consagrada es expuesta. Ojalá aprendamos a nutrirnos de esa sublime belleza velada que está tan a nuestro alcance.