Miguel Ángel Malavia, REDACTOR DE VIDA NUEVA entrevista a Rocío Romero
Rocío Romero: “Los testimonios de los mártires de los años treinta no hablan de miedo u odio, sino de perdón”
Esta profesora de Secundaria acaba de impulsar ‘El cielo fue su respuesta’, un espacio digital donde recupera la memoria de los mártires de la Guerra Civil
Acaba de nacer la web ‘El cielo fue su respuesta’, donde Rocío Romero Aguilera, profesora de Secundaria en la Comunidad de Madrid, recupera los testimonios de muchos mártires de la Guerra Civil que fueron asesinados y murieron perdonando. Un homenaje desde las entrañas y en el que aflora un alma agradecida.
PREGUNTA.- ¿Qué le ha movido a acometer un proyecto como este?
RESPUESTA.- Todo ha sido providencial: el resultado de un proceso que creo que viene de años atrás; es una historia bonita porque en ella participan personas tan queridas como mi abuela. Mi madre es de un pueblecito de Granada, que está casi lindando con Guadix. Recuerdo, siendo pequeña, ver en la mesa del televisor de mi abuela el libro ‘Jesús, Maestro de Oración’, de Pedro Poveda.
Yo no sabía quién era. Fue en 2003, cuando asistimos por televisión a la ceremonia de canonización que presidió el papa Juan Pablo II en Madrid: allí estaba la imagen de san Pedro Poveda, del que dijeron que había sido un gran pedagogo cuya labor comenzó con firmeza en las cuevas de Guadix. Imagina mi sorpresa… y mi alegría.
Un santo de Linares, sacerdote y que se desvivía por la educación de los niños más pobres. A partir de este momento, siempre lo he tenido presente, y creo, sin duda alguna, que fue él quien intercedió para que yo esté donde estoy, en este trabajo de profesora que tanto amo.
Y leí, leí cuanto pude, visité las cuevas (y las visito) muchas veces; participar en la Eucaristía en la Ermita de la Virgen de Gracia es un privilegio para el alma. En mis lecturas, películas, historias que he ido escuchando, se han cruzado otras vidas de mártires, como lo fue san Pedro Poveda, de la persecución religiosa de los años treinta en España. Cada una de ellas se me ha ido clavando en el corazón por el mensaje grandioso de amor que dejaron para el resto de los siglos.
Ellos, más de seis mil (el número varía según las fuentes) murieron perdonando, y ni uno solo apostató, sino que cayeron entregando sus vidas por amor a Cristo y a la Iglesia. Conocer esto, personas que respondieron con ese amor aún en circunstancias tan dolorosas, es sentirse feliz de ser cristiano y movido a contarlo. Hay muchas fuentes con mucha autoridad que trabajan para conservar la memoria de los mártires, pero pensé que una voz más, humilde pero tocada hasta el fondo por sus vidas y sus muertes, sería útil. Y contribuir, desde esa humildad, al conocimiento de los mártires es, para mí, una alegría inmensa.
Historias llenas de Dios
P.- ¿Cómo ha sido este trabajo de recabar datos y testimonios? ¿Y qué huella le han dejado a nivel personal y de fe?
R.- Es una labor muy muy bonita, porque todo ha sido un ir descubriendo historias llenas de Dios desde el principio. Buscas libros, lees testimonios en Internet y lo primero que te salta al corazón es reconocer que sí, que es posible vivir como Cristo nos enseñó: amando. Ese es el camino, el único camino por el cual transitaron los mártires sin vacilar en sus pasos, aunque les llevaran a entregar la vida en un gesto que, como ellos mismos afirmaban, les hacía más libres que ningún otro.
Gracias a Dios tenemos muchísimas fuentes accesibles incluso desde casa; en mi estantería se van acumulando libros que voy recopilando de Internet o, lo que es una experiencia inolvidable, comprándolos en los lugares donde vivieron sus últimos momentos los mártires. Para escribir sobre este tema hay que rezar mucho y encomendarse al Espíritu Santo para que guíe la escritura; y es que uno se siente pequeño ante ellos. Pero hay que contarlo. Y para hacerlo lo mejor posible he tenido la oportunidad este verano de visitar Turón, Almagro, el Cerro de los Ángeles, las Cuevas de Guadix y Barbastro… Todos ellos, lugares donde se respira la memoria de los que allí vencieron a la muerte.
En este proceso, que ni mucho menos ha terminado, puedo decir que los mártires, en primer lugar, llevan a enamorarse de Cristo y a sentirse verdaderamente hijos de María; ellos murieron por Cristo y querían con locura a la Virgen… Cuántos de ellos murieron con el rosario en la mano.
Gracias a ellos comprendo muchísimas cosas de nuestra fe; todo en ellos cobra sentido, empezando por el mandamiento primero que nos dejó Cristo. He entendido qué es la entrega total por el otro, que amar a Cristo y a la Iglesia no admite tibieza y que el perdón es el fruto más hermoso de ese amor. Como dijo san Juan Pablo II en la ceremonia de beatificación de los mártires de Barbastro: “Por eso, con su sangre derramada nos animan a todos a vivir y morir por la Palabra de Dios que hemos sido llamados a anunciar”.
P.- ¿Considera que el testimonio de víctimas inocentes, que estuvieron por encima de las ideologías y entregaron la vida por su fe, puede ser un motor de paz y perdón entre los españoles de nuestro tiempo, incapaces muchas veces de apostar por una memoria reconciliada?
R.- Por supuesto, y es algo que también me animó a escribir sobre este tema. Lo grandioso de los mártires de los años treinta es que en ninguno de ellos había otra motivación que seguir a Cristo, materializar ese amor en la entrega; ofreciendo sus vidas (ellos mismos lo dijeron) por una España en paz.
Da igual la historia que leas, porque el final siempre es el mismo: “Iban alegres a la muerte porque Dios los esperaba” y “murieron perdonando a sus verdugos”. En el contexto previo, ya desde principios de los años treinta, los obispos repitieron a sus fieles, ante la prohibición de la enseñanza religiosa o la presencia de crucifijos en las aulas y otras limitaciones, que acataran con paz las leyes; que permanecieran firmes en la fe, pero que jamás fueran fuente de discordia.
No se nos olvidan las palabras de san Pedro Poveda: “¿No puede haber crucifijos? Sed vosotros crucifijos vivos, sembrad el amor de Cristo allí donde vayáis”. En algunos sitios se lee que a cierto sacerdote, religioso o seglar “le sorprendió la contienda y murieron”; esto no es totalmente cierto, porque sabían desde hacía tiempo lo que pasaba: los hermanos de la Salle de Turón, los dominicos de Almagro, los misioneros claretianos de Barbastro, san Pedro Poveda, la beata Victoria Díez, los obispos de Barbastro, Guadix o Almería, “El Pelé”… y tantos otros, sabían que su sangre podía correr tarde o temprano, pero permanecieron con sus fieles, con sus párrocos, en sus Iglesias, para acompañar a Cristo hasta el final y ser dignos del cielo perdonando siempre.
Hay muchísimos testimonios de aquellos que los veían ir al martirio con el rostro sereno; ni uno solo habla de miedo, de odio… Y el perdón, el perdón siempre poniendo fin a sus pasos en este mundo. Por eso estas vidas cautivan, porque nos llenan de esperanza en Dios y en el ser humano, porque nos ayudan a ser mejores y porque, tomando su ejemplo, nos abren los labios para pronunciar, como ellos, esas palabras de perdón que nos cuestan tanto a veces.
Los claretianos de Barbastro
P.- Aunque sea muy difícil elegir uno, ¿podría destacar algún testimonio de los que ha conocido y que le haya tocado especialmente el corazón?
R.- Es cierto que es complicado, porque cada uno de esos testimonios, como te decía, son un tesoro de fe inigualable… Pero sí, hay una de esas historias que, al conocerla, se me quedó grabada y me tocó el corazón… O, más que, eso, me hizo replantearme la pobreza de la fe que vivía, y me invitó al radicalismo en el amor que pide Cristo. Es la historia de los misioneros claretianos de Barbastro.
La vida de su fundador, san Antonio María Claret, ya es un prodigio y muestra de que Dios estaba plenamente en él, fundando bajo el carisma misionero una congregación que tantas vocaciones santas ha dado. Los misioneros estaban en el seminario de Cervera, pero los trasladaron a Barbastro pensando que allí estarían seguros. Por desgracia, no fue así, porque la ciudad se convirtió en un hervidero anarquista. Tras un aviso, registraron el seminario con la excusa de unas supuestas armas que tenían los jóvenes misioneros; acusados de ocultar información, a los tres superiores los llevaron a la cárcel y a los estudiantes, junto con algunos sacerdotes, los condujeron al salón de actos del colegio de los escolapios, donde también estaban encerrados los monjes del Pueyo y el obispo, Florentino Asensio.
Cada día, el hermano Val les llevaba la Eucaristía dentro de un bocadillo de chocolate. Pasaban el día rezando y preparándose para el martirio, como dejaron escrito en las paredes, las cortinas, taburetes… Y en todos esos escritos había palabras de perdón para los que los iban a matar. El día 2 de agosto fusilaron a los superiores; entre los días 11 y 15 de agosto, al resto, desde los mayores a los más jóvenes… Un total de 51.
El “seminario mártir” (como lo llamó san Juan Pablo II) fue cantando su himno a voz en grito en el silencio de la noche, “y qué ideal, por ti, Rey mío, la sangre dar”. Los que los veían pasar se asombraban del coraje de estos jóvenes que no contaban más de veinte años. Se salvaron dos: Atilio Parussini y Pablo Hall; a ellos les tocó vivir para contarlo: entre sus testimonios, que llevaron al Papa, destacaban cómo se alegraban al oír sus nombres en las listas de los milicianos, cómo besaban los pies de los llamados y las cuerdas con que los ataban.
Faustino Pérez, uno de los misioneros mártires, escribió, en nombre de todos, una carta de despedida que todos los que quedaban firmaron: “Pasamos el día animándonos para el martirio y rezando por nuestros enemigos y por nuestro querido Instituto; cuando llega el momento de designar las víctimas, hay en todos serenidad santa y ansia de oír el nombre para adelantarse y ponerse en las filas de los elegidos; esperamos el momento con generosa impaciencia […]. Morimos todos contentos sin que nadie sienta desmayos ni pesares […] Morimos por llevar la sotana y morimos precisamente en el mismo día en que nos la impusieron. […] ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva el Corazón de María! […]”. El papel era el envoltorio de ese chocolate que desayunaban, sobre el que trazaron unas líneas que emocionaron profundamente a nuestro querido Juan Pablo II.
La memoria de los mártires, por encima de ideologías, posturas, maneras de entender las circunstancias, no puede perderse. Murieron perdonando y debemos recordarlos así; ya sabemos cómo murieron, no hace falta agrandar una herida que ellos trataron de curar con su muerte. En lugar de eso, dejemos que el amor que viene de Cristo y que ellos dejaron expandirse rompiendo sus corazones nos tome a nosotros como instrumento.